“Hay seres humanos que no pueden ir a Fantasia -dijo el señor Koreander-, y los hay que pueden pero se quedan para siempre allí. Y luego hay algunos que van a Fantasia y regresan. Como tú. Y que devuelven la salud a ambos mundos”

Michael Ende, La Historia Interminable.

Uno. Debe de haber sido como el año 98 ó 99. Iba todas las semanas a Reñaca/Viña/Valparaíso para juntarme con mis compañeros de comunidad cristiana. Dormía en el departamento de mis padres. Y cada sábado o domingo –no lo recuerdo bien– en la entrada del departamento había un suplemento llamado Entrevista. El ejemplar venía suelto, eso sí, sin acompañar a ningún diario. Los artículos de Entrevista eran brillantes, delirantes, grandiosos. No había tema que se les escapara. Todo siempre, desde el lado B de la cultura, pero sin los aspavientos de una Zona de Contacto: estos tipos realmente sabían de lo que estaban escribiendo. Entre las plumas de Entrevista estaban Marcelo Contreras, Werne Núñez y mi favorito personal: Álvaro Bisama. Tiempo más tarde me volví a encontrar con Bisama cuando leí un texto suyo sobre Álvaro Peña en La Calabaza del Diablo, y luego un texto suyo sobre poesía en la revista Humo. En algún momento a inicios de la primera década del 2000 Bisama empezó a aparecérseme más regularmente por sus textos en el taller de crítica Mariano Aguirre, que todavía subsiste en la red. En esos tiempos sabía exactamente qué era lo que me gustaba de su estilo. Sus escritos eran desfachatados y freaks, pero siempre narraban una experiencia personal y concluían con una epifanía. Recuerdo que siempre terminaba de leerlos con un nudo en la garganta: en el proceso de leer siempre se producía una experiencia compartida, y eso, que me había ocurrido en muchas lecturas con otros escritores, jamás había sido tan sistemático como con este autor. Creo que fui uno de los primeros fans de Bisama y lo sigo siendo. Este texto es, por eso, el texto de un fan.

Dos. Bisama escribió dos novelas en los años que siguieron, Caja Negra y Música Marciana, amén de libros compendiando reflexiones, paseos, críticas. Dos títulos de ellas siempre me han llamado mucho la atención: la ya mencionada Caja Negra y el volumen de crónicas, hoy casi inencontrable, Zona Cero. Los dos tienen nombres relacionados con áreas devastadas, o, como suele decir el autor en su Podcast, con gente hecha mierda. Él mismo citaba en uno de estos libros su fascinación por el video de la canción It’s the End of the World as We Know It (and I Feel Fine) de R.E.M., donde un niño casi púber juega con su skate en una casa arruinada, sobre residuos de todo tipo. Los contenidos de esos textos tenían que ver, a su vez, con la ruina de la sociedad de consumo, pero no desde el prisma militante antiglobalizador, sino que desde el consumidor de esos mismos bienes: aturdido por el exceso de información, por la omniprescencia de los objetos y los datos, por la falta de silencio. Las epifanías habían desaparecido. ¿Qué había dentro de la Caja Negra? ¿Qué había causado la Zona Cero? No tengo idea. Lo único que tengo claro es que a medida que pasaban los lustros los escritos bisamianos se iban haciendo cada vez más oscuros.

Tres. Y llegó Estrellas Muertas –su Master of Puppets. Cuando supe que se trataba, por fin, de Valparaíso, sospeché que abordaría sus años de formación, y que en él habría continuas referencias a esa cantera de talentos escriturales que fue la UPLA de los noventas, donde Bisama conoció a sus compañeros de Entrevista. No es así. Estrellas Muertas es la transcripción de un monólogo de una ella que nunca se nombra, a un él que tampoco nunca se nombra, “en el café Hesperia, a las ocho y media de la mañana, en el puerto”. Los personajes solo participan para gatillar otra historia, que los sobrepasa: la historia de Javiera y Donoso, dos estudiantes universitarios devastados en los primeros y avanzados noventas por la vida en una universidad pública, de provincia y de izquierdas. Me cuesta no ver reflejado el entorno en que yo mismo me formé en esa misma década y en un espacio similar aunque en Santiago. Alguna vez le pregunté a Andrés Anwandter por qué eran tan importantes Los Detectives Salvajes, y él me contestó: “porque escribió la historia de todos nosotros, poetas jóvenes latinoamericanos”. Creo que Bisama ha hecho lo mismo con los estudiantes de la CRUCH y de las carreras pobres en los noventas. Un mundo donde no importaban las fiestas de moda, donde no se celebraba la Semana Mechona, donde no había arranques a la disco, ni estudiantes llegando en auto a las clases. Estrellas Muertas es la novela más realista de Álvaro, y la más trágica.

Cuatro. Siempre he pensado que Caja Negra hay que leerla al revés, que se trata de una inversión. Si uno presta atención a los detalles, de pronto, la hemorragia de datos freaks que contiene, se convierte en un simulacro: estilos inventados, grupos musicales falsos, escotillas con trampas y cocodrilos. Nada en ella hay que sea real. Creo que con esa novela el autor deconstruyó el recurso de la cultura pop à la Fuguet. Me parece al mismo tiempo, que Estrellas Muertas es su reflejo especular, en ella todo es real, la novela tiene la textura de la vida. Es cierto, de una vida muy particular, el de la izquierda universitaria post dictadura: la de aquellos jóvenes huérfanos de ideología que a duras penas logran “sobrevivir” a la década más oscura de nuestra vida republicana. Hasta los más preciosos detalles los reconozco de mi época de estudiante: los caudillos pagados por la Jota para levantar a los estudiantes hacia una revolución que nunca llegó, eternos estudiantes con pasados indescifrables, los preparativos para boicotear los 21 de mayo, la música de protesta mezclada con salsa, los completos comidos a la rápida, los guateros galácticos, los pitos fumados en los límites del campus, los viajes a la playa a tomar vino en caja, o melón con vino, los posters de Enríquez y del Ché, y esas largas y letánicas asambleas constituyentes. No se había escrito nunca esta novela: ciertos poetas porteños habían rozado hacerlo, Zambra, en Bonsai –esa notable novela sobre personajes que quieren ser literatura, en manos de un narrador que quiere negar desde sus raíces la literatura–, pasaba por el lado. En esta novela todo es real, donde en Caja Negra todo era fantasía. Miento, en Caja Negra sí hay algo real: el 11 de septiembre de 1973. Ese es el origen de la devastación de la que la caja negra es testigo y testimonio.

Cinco. Estrellas Muertas es una novela de tesis, igual que 2666. Y la clave está en la propia obra.

“Dijo: alguna vez escuché a una mujer belga en una conferencia hablar de eso. De qué es lo que significaba ser testigo. ¿Sabes qué dijo? Dijo que era imposible escribir cualquier clase de testimonio, porque la idea misma es superflua y falsa; una labor que nunca es certera porque lo que recordamos de nuestro pasado, de la vida de los otros, son apenas fragmentos machacados, momentos sueltos que intentamos unir y pegar para que reemplacen a la experiencia, para que sean la experiencia, dijo ella. Pero cuando esa experiencia se aproxima al horror, cuando esa experiencia es pura catástrofe, la vida de los otros emerge como el fondo de un cuadro, borrosa tal y emerge tal y como sale la Javiera en esta foto del diario ahora, hecha una silueta difusa, vuelta una sombra de sí misma, dijo ella. Una ilusión. Un fantasma. Así, no podemos hacer nada más que pensar en que la idea del testigo es una imbecilidad. Porque contar algo no nos sirve de nada, es un esfuerzo que resbala en un piso hecho de barro, dijo ella y luego agregó: en realidad, no sé si eso era lo que decía la mujer belga”.

Esta es la gran novela del testimonio. Los testigos no lo son de sus propias vidas. Habría sido insulso, desde esta idea, haber escrito la vida de los freaks de la UPLA en los noventas. La verdadera tragedia estaba en los otros. Estaba en la vida de los otros.

Seis. Bisama, entonces, hace un recorrido de vuelta, ya ha explorado la literatura del dato raro y la cultura popular, ya ha dinamitado ese mismo estilo al hacer una obra sin referentes reales, que muestran lo insípido de escribir sobre las estrellas, sean de moda o sean del underground/indie/shuperismo. Ahora dinamita a esas mismas estrellas. Porque las estrellas muertas son las supernovas y en ese sentido, llegamos al origen de las zonas ceros y las cajas negras: el dolor, y la tragedia. Al revés que Marx, Álvaro como escritor comienza como comediante y culmina como tragediógrafo. Comienza como escritor posmoderno y culmina como escritor modernista. Estrellas Muertas le debe mucho –o todo– al modernismo. Como en él, lo que importa es la tensión de los personajes con su entorno. El choque entre la psicología y la sociología, o entre el individuo y la sociedad. Como él, hay un algo más profundo, una clave de lectura que ilumina todo el texto y las vidas de sus personajes. Como en él hay una obra del pasado, o un arquetipo, que marca el transcurrir de las acciones: Javiera es una de las tragedias griegas, y toda la historia es una segunda actualización chilena del mito: Javiera es también La Viuda de Apablaza.

Siete. Me quedo con la cita de La Historia Interminable del principio. Álvaro Bisama ha transitado por largo tiempo por Fantasía, ha abierto junto a sus compañeros de generación, el camino para la literatura fantástica en Chile, ha relevado el papel de la cultura pop en la literatura, despercudiéndola y poniendo su montaña rusa de referencias en el juego de nuestra historia narrativa. Pero, al mismo tiempo, ha descubierto sus peligros. Por eso regresa, y –me permito decir– salva a los dos mundos.

Ricardo Martínez, Santiago, 22 de abril de 2010.