“Que no está muerto lo que yace eternamente
y en los Eones por venir
aún la muerte puede morir”
(H. P. L.)

Seis: Mitos

“Que polera mas bonita, mijito…
yo sabía que usted iba a volver al buen camino algún día”

(una tía, mirando el cristo de la polera e ignorando el resto)

Mi segunda polera metalera me la compré el año 94. Era la del disco “World Downfall” de Terrorizer. Recuerdo que se la compré al Pera, quien por esos años pituteaba como vendedor en una de las tiendas del sector de Lyon con Providencia. Dos pájaros de un tiro, dos logros pa un metalhead adolescente de los 90’s: conocer al vocalista de Dorso en persona (desde ese entonces y hasta el día de hoy, mi banda chilena favorita), y tener una polera que nadie en el barrio tenía. Y es que ser death metal, en un barrio pobre, tenía una mística que (intuyo) ninguna otra tribu urbana (como eufemísticamente les dicen ahora) tenía o tiene. Leyendo Death Metal, el último libro de Álvaro Bisama (cuya novela Estrellas Muertas fue reseñada algunas semanas atrás por Ricardo acá en el blog), se me vinieron a la cabeza decenas de recuerdos, de esos que suelen ocupar el rincón del fondo en las cavernas de la memoria. De esos que uno recuerda con cariño, de esos que uno recuerda con vergüenza, y de esos que uno no quisiera recordar. Detalles, montones de detalles y anécdotas, que adornan un relato tan fome o tan apasionante (usualmente el sentimiento oscila según la semana) como puede ser la propia vida.

Para un nerd metalero, los detalles lo eran todo. Cada conversación era una competencia, sobre quién sabía mas sobre las bandas, quien tenía mas cassettes, quien había leido mas revistas y entrevistas, quien manejaba mas datos… y en ese aspecto, todos teníamos OCD: nos sabíamos de memoria las formaciones de cada banda, el quién es quien y el quién tocó con quien, etc. Las cervezas en la plaza, los yugoslavos sabatinos (el PEOR invento de la historia: cerveza y vino blanco en partes iguales… asqueroso, pero “de hombre”, decían), las tocatas de bandas tributo rascas en la sede vecinal, y las escapadas después del colegio al Eurocentro o al Portal Lyon, a comprarle cassettes pirateados y pósters al Murder (o el “cuatro ojos”, como le decían algunos) o a puro vitrinear, a falta de lucas. La afición por el cine gore y ultraviolento era otro condimento en la mezcla… eran los años de las películas de Argento, Fulci y Romero en Vhs, eran los años del Maldita Sea (con el mentado Pera y un baluarte de la cultura freak, actualmente caído en desgracia, el Falsate).

Dentro del folklore metalero de ese tiempo, había un mito urbano que recuerdo con bastante cariño: que el Necronomicón (que REALMENTE fue escrito por Abdul Al-Hazred, el árabe loco… Lovecraft “sólo lo encontró y lo editó en inglés”, LOL) daba mala suerte a quien poseyera una copia, y que esta maldición era imposible de romper destruyendola o botandola a la basura, sino que era necesario regalarlo… el libro, junto con la maldición. Y uno de los “artefactos” que atesorábamos por ese tiempo era una fotocopia del Necronomicón en francés, caligrafiado (aparentemente de una edición de colección, o posiblemente escrito a mano). Un recetario de conjuros y maldiciones, a nuestra disposición… un manual de instrucciones para cagarle la vida a un enemigo, y de paso, la propia. Esas fotocopias raídas y mal corcheteadas, que pasaron de mano en mano durante años, volvieron súbitamente a mi memoria al leer el último libro de Bisama.

Seis: Libro

“…Todas las líneas llevaban el rostro de la víctima:
un rostro imaginario que ahora es sólo un recuerdo
del que no debemos despegarnos jamás.
El futuro y el pasado son viscosos,
imágenes de horror,
los pedazos de una canción que se desarma”

Un crítico podría decir que el hilo conductor de los relatos contenidos en Death Metal no es ni la música, ni el satanismo, ni el gore, ni la oscuridad. Un crítico podría decir que el motor, la sangre que corre por las venas de este libro es el abandono, el fracaso y la desilusión de una generación. Un crítico podría decir que los relatos de Bisama son viscerales, y que llama poderosamente la atención su habilidad para cambiar de registro, como si cada personaje y cada cuento tuviera su propia voz, haciendo al narrador desaparecer y haciendo al lector olvidar que se trata de un libro de cuentos, transformando cada historia en una nota autobiográfica genuina, de algún metalero de esos old-school, que aún pueden verse en bares y tocatas en el culo de algún suburbio olvidado por el tiempo.

La verdad es que no es mucho lo que puedo decir del libro sin spoilearlo. Le pedí a Martínez que me soplara y que me dijera algo inteligente para escribir acá, algo como lo que un crítico literario podría decir… y me respondió que escribiera el review “a puras tripas nomás”… palabra que había tipeado recién en un mensaje que todavía no enviaba. Tripas. Una curiosa pero significativa coincidencia, estuvimos de acuerdo en ese término, que describe estos relatos, tanto metafóricamente como literalmente. Quien haya visto las fotos de la autopsia de Hans Pozo, cuando se filtraron a internet hace años, sabe de que estoy hablando. A diferencia de Lovecraft, cuyos cuentos de “horror metafísico” (una de las frases hechas que usábamos para describir al gran H. P., y de paso sonar un poco más cultos de lo que realmente éramos) sondean las profundidades de la mente humana, removiendo la conciencia y despertando el horror por lo desconocido y lo incomprensible, los cuentos de Bisama están impregnados de un horror tanto o más espantoso aún: el horror de lo cotidiano.

Las historias contenidas en el libro impactan precisamente por lo verosímiles, e incluso familiares que pueden resultar al lector (sobretodo al lector con pasado de metalhead). Cada historia desdibuja el límite entre lo que sólo puede ser producto de una imaginación febril, y lo que perfectamente puede ser anécdota de esas que se cuentan añorando los años en que internet no existía, en que la única fuente de “material pa la mente” era lo que veíamos en la tele, escuchábamos en la radio, o las copias pirateadas de cualquier cosa, que traficabamos o comprábamos en el persa del Bio-Bio. Los años en que la única responsabilidad que teníamos era la de sacar buenas notas y no provocarle vergüenzas a nuestros padres, y en que el único deseo que teníamos era evadir el tedio. Los años en que decíamos estar en contra del capitalismo y de la moral judeo-cristiana, pero que sólo combatíamos componiendo pastiches malos de canciones de Sepultura y citando las dos o tres frases sueltas de Nietzsche que habíamos leído en el colegio. Los años en que bastaba con una cámara de video, chunchules y ketchup para filmar un cortometraje gore rasca (LOL) para mandárselo al Pera pa que lo pasara en la tele. Los años en que realmente sentíamos que éramos rebeldes de verdad, que estábamos fuera del mainstream, que estábamos fuera de cotidianeidad. Los años en los que queríamos tocar en una banda de verdad. Los años en que nos sentíamos menos solos.

Seis: Experiencias

Lisa Zunshine plantea en su libro “Why we read fiction“que leemos novelas, esencialmente, para ponernos en los zapatos de otros, como ejercicio de nuestra Teoría de la Mente (tema sobre el cual conversamos con nuestro amigo Hugo Segura en el séptimo episodio del podcast). Lo que en cierto modo equivale a  decir que lo que nos lleva a leer es el voyeurismo de observar o ponerse a uno mismo en las alegrías y desgracias ajenas, desde la seguridad y la comodidad de las páginas de un libro. A mi juicio, la gran gracia de Death Metal es que, por muy inverosímiles que puedan sonar las historias, son historias que uno podría sospechar que están basadas en personas reales. Mal que mal, todos hemos conocidos al clásico pendejo engrupido con el satanismo, o con el nazismo (a pesar de que la idea de “Nazi Chileno” suena cada vez más absurda… cierto, Tom Araya?). Todos hemos coqueteado con la muerte, o la hemos visto de cerca alguna vez. Y, probablemente, todos en algún momento hemos querido haber sido otro. La iconografía del Death Metal está llena de personajes y situaciones que parecen sacadas de un cuento que no parábamos de reescribir cada vez que la comentábamos… algunos de horror, otros de comedia. Y otros de ambos, historias que a veces terminaron siendo tan tragicómicas como las letras de los discos. De novela.

Un Glen Benton, que se quemó una cruz invertida en la frente, que sigue vivo después de anunciar que se suicidaría a los 33 años.

Un Varg Vikernes, que acaba de salir de prisión después de 16 años cumpliendo sentencia por el asesinato de Øystein Aarseth (33 puñaladas, ni más ni menos) y por quemar Iglesias en Noruega.

Un Seth Putnam, quien después de escribir las canciones más políticamente incorrectas ever, se recupera lentamente de las secuelas de un coma de dos meses causado por una sobredosis… a juicio de algunos, uno de los mejores ejemplos de justicia poética de la historia.

Un Chuck Schuldiner, quien después de fundar el género y escribir canciones sobre la muerte, murió de un cáncer fulminante en el cerebro. Y que es recordado con cariño y amor…

Quizás nuestras vidas no han sido tan fomes después de todo. Las tardes en que escuchabamos esos cassettes y tomábamos jote, conversando sobre Cthulhu y sus amigotes, sobre la imperiosa necesidad de tener discos de Metal Chilote (con canciones sobre el Trauko, el Caleuche y los Invunches), sobre el dibujar pentagramas y “trifixiones” en la pared del baño del colegio, fueron tardes que, contadas adecuadamente, resultan tan increíbles como cualquier otra. Quizás sucede que subestimamos nuestra propia experiencia, y nos asombramos cuando nos cuentan una historia bien contada, siendo que probablemente todos hemos conocido personas que son por derecho propio personajes, de historias que nadie ha escrito aún. Como el amigo que veía a Cthulhu cuando fumaba yerba, y le fracturaron una pierna en una pelea de curados mientras maldecía en lenguas impronunciables. O el gótico pobre que usaba abrigo en verano, y lloró una noche frente a su mejor pintura, dolido hasta el alma por tener que venderla para comprar más vino y cigarros Life… para poder seguir pintando. O el amigo de infancia que cumple condena por tráfico de drogas y homicidio de un indigente en otra pelea de curados más. O el vocalista de una banda de death que se metía a las iglesias evangélicas a gritar que estaba poseido por el demonio, y lo encontraron muerto en su cama una mañana de domingo cualquiera. O el grupo ese que ensayaba en un cuartucho de madera en un barrio, con letras tijereteadas de lyrics de Slayer y Metallica, que pudo haber sido la gran promesa del metal nacional, pero que se disolvió por el hastío de estar años a punto de, sin lograrlo nunca… todos personajes de cuentos en los que el peso de la realidad es más insoportable que cualquier ficción.

Eso… feliz Halloween, y salud, por los amigos que ya no están…