No son pocos los que creen que si una palabra no está en el diccionario, simplemente no existe, y que el uso de una de estas palabras “inexistentes” sería de alguna manera señal de ignorancia o incultura. Otros ven el diccionario como una especie de Corte Suprema del Léxico, a la cual se puede acudir para determinar qué es lo que “realmente” significa una palabra. Otros más —por suerte, los menos numerosos— encuentran en el diccionario una fuente casi inacabable de términos crípticos que pueden esgrimir para impresionar con su “erudición” o dejar en ridículo a quiénes no los conocen.

Detrás de todas estas actitudes está la idea del diccionario como máxima autoridad del lenguaje. Según este concepto, todo lo que contiene el diccionario vale, todo lo que excluye es ilegítimo, y todo lo que dice es correcto.

Pero esta postura sólo ha podido prosperar por culpa de una serie de mitos y leyendas, así que conviene examinar algunos de ellos.

¿Madrid limita con el Monte Sinaí?

En primer lugar, hay que dejar claro que no existen tablas de piedra en las que algún poder divino haya registrado el “verdadero” léxico del castellano. Los diccionarios son productos del ingenio humano, y como tales, padecen las mismas falencias que el ser humano: ignorancia, flojera, xenofobia, nacionalismo y sesgos ideológicos varios.

Tomemos el caso del diccionario más famoso de la lengua castellana, el Diccionario de la Real Academia Española, o DRAE. Esta obra, elaborada en España mayoritariamente por españoles, pretende ser normativa, lo cual simplemente significa que se arroga el derecho de dictaminar a todos nosotros cuáles son las palabras que debemos usar, cuáles debemos evitar, y qué significan aquellos términos que tan generosamente se nos “permite” emplear.

¿De dónde surge este poder, este supuesto derecho, de hacerse pasar por dueño de todo un idioma? Pues, de un decreto real emitido por un potentado peninsular hace tres siglos. A raíz de ello, no son pocos los que creen que la RAE tendría algún poder legal sobre el uso del castellano, que realmente contaría con la potestad de decretar cuáles son las palabras lícitas y cuáles no. Afortunadamente, no es así: hace unos dos siglos que los americanos dejamos de arrodillarnos ante los reyes y aristócratas europeos. Aunque algunos todavía quieren imitar su hablar.

Es mejor no preguntar cómo se hacen las vienesas

Algunos aspectos de los diccionarios pueden abordarse de manera más o menos científica. La disciplina de la etimología puede rastrear el origen de las palabras y los cambios de significado que han experimentado a lo largo de los años, por ejemplo, mientras que la lexicografía puede buscar distintas maneras de estructurar la información que contienen las definiciones. Pero en el caso de los diccionarios normativos, la decisión de aceptar o rechazar una palabra no es, ni puede ser, científica. (Los diccionarios descriptivos son el polo opuesto de los normativos: buscan documentar el lenguaje tal como lo usan los hablantes, del mismo modo que un botánico cataloga las especies que existen en una determinada zona).

¿Cómo ingresa una palabra a un diccionario normativo, entonces? Es simple. El diccionarista le da la pasada, al igual que el matón de la discoteca: en base a prejuicios, sesgos y tincadas, decide quién entra y quién queda fuera. Es el mismo proceso que opera al decidir si un cuadro es o no hermoso, si el cochayuyo es o no rico, o si un determinado político es o no el mejor candidato en una elección: es cosa de gustos y de juicios de valor.

De este modo, el diccionario normativo construye una ciudad de fantasía lingüística absolutamente ajena de la realidad del lenguaje. Va recogiendo los términos ABC1, dejando pasar a regañadientes uno que otro C2, y rechazando los C3, D y E, con la esperanza de que éstos últimos se vayan a la casa y no vuelvan nunca más. El resultado tiene toda la autenticidad de una teleserie.

Es por esto mismo que la idea de que los hablantes de los estratos bajos no sabrían usar las palabras “correctas” no es más que una profecía autocumplida: las palabras “correctas” se definen, en primera instancia, como aquéllas que no son propias de este grupo de hablantes.

Y ¿qué pasa con los inmigrantes? ¿Los sudacas? ¿Los términos chilenos? Como veremos más abajo, sólo entra el número necesario para poder montar una débil defensa contra las acusaciones de discriminación.

Una billetera de auténtica cuerina

Nada de esto implica que no haya principios y criterios en la selección de palabras para el diccionario normativo. Sin duda que los hay… pero aparte del que dice que las palabras deben estar medianamente asentadas en la lengua antes de incorporarse, no se suelen articular en público.

Según la Real Academia Española, el DRAE es un “diccionario de carácter panhispánico” [1]. Un mensaje tan acogedor y universalista debería tranquilizarnos: ¡a vosotros también os tomamos en cuenta en nuestro diccionario!

Pero los hechos dicen otra cosa, y la triste verdad es que lo americano no está muy bienvenido en el DRAE. Las cifras son elocuentes: su última edición, del año 2001, contiene 161.962 acepciones de lemas [2], es decir, palabras individuales (casa, perro, mesa) o significados independientes de una sola palabra (llama de fuego, llama el animal). Sin embargo, tan solo 1.883 de éstas corresponden a términos de Chile [3]. ¿Será porque escasean los términos chilenos? ¿La creatividad lingüística criolla será exagerada?

Todo lo contrario. El magnum opus de la lexicografía americana, el Diccionario ejemplificado de chilenismos (DECh), elaborado a lo largo de más de tres décadas por Félix Morales Pettorino, Óscar Quiroz Mejías y un equipo de incansables colaboradores, contiene más de 60.000 términos que no están en el DRAE y que, en su mayoría, se usan sólo en Chile [4]. Cuesta dimensionar algo de esta envergadura: son nada menos que 5.621 páginas que ocupan más de un tercio de una repisa común, en tan sólo los primeros cinco volúmenes (en el transcurso del 2010 los volúmenes IX y X deberían publicarse, duplicando todas estas cifras). Y como todo diccionario, el DECh sólo logra captar una parte de la realidad lingüística.

El recién aparecido Diccionario de uso del español de Chile (DUECh) [5], por su parte, recoge algo más de 9.000 términos adicionales que son parte vital del lenguaje en Chile, pero que la docta corporación en Madrid insiste en ningunear. Podemos concluir con total certeza que la casi completa exclusión de chilenismos del DRAE no se debe a una carencia de éstos. La causa debe buscarse en otro lado.

Unidad en la diversidad… peninsular

Los que ven el diccionario normativo como árbitro del uso del lenguaje se encuentran en una situación especialmente incómoda cuando son americanos, ya que los diccionarios de esta índole se encargan de excluir la gran mayoría de las palabras que no se usan en España. El lema “unidad en la diversidad” parece valer sólo cuando la diversidad es europea.

Por otra parte, estos diccionarios hacen desaparecer sistemáticamente todo lo que no cabe en un muy particular concepto de corrección y purismo, el cual suele reducirse al léxico que se podría emplear al hablar con la suegra… si es que la suegra fuera una dama setentona del estrato socioeconómico alto proveniente del centro-norte de España, ojalá con algún título nobiliario en la familia, y que de preferencia hable sólo de sus nietos.

Que conste que no estamos hablando de garabatos. El DRAE se ha negado a recoger términos tan neutros y de uso tan corriente en Chile —y a veces en otros países no europeos— como ingeniero comercial, fonoaudiólogo, junior (en el sentido de auxiliar), diplomado (en el sentido de postítulo, que tampoco figura en este diccionario), preuniversitario, micro, isapre, carabinero (a menos que se consideren crustáceos o cazadores de contrabando a los policías uniformados), y el chilenísimo guitarrón.

Si nos dejáramos guiar por el DRAE, no podríamos usar el plumavit, la plasticina, el trupán ni la masisa. No podríamos comprar en el mall ni en la multitienda. No podríamos recibir interconsultas, vestir jumper ni polerón, evitar quemarnos la mano con tomaollas, ni arreglar el wáter con sopapo. No podríamos comer hallulas ni pan batido, manejar furgón, ni imprimir en papel tamaño carta ni oficio.

La abuela ya no podría bailar sirilla, la trutruca dejaría de sonar, y las casitas del barrio alto ya no estarían hechas de recipol (tampoco podrían construirse con radier, pandereta ni protecciones… está claro que el DRAE no sabe de monreros).

En el mundo según la Real Academia Española, no hay cuicos ni cumas, peloláis ni flaites. Los huasos pasan a ser guasos, el mapudungun no se habla, y los selknam simplemente desaparecen de la historia, junto con los kunza, kawesqar y rapa nui.

Si dejáramos que este diccionario definiera nuestra realidad, el Poder Judicial se vería obligado a prescindir de ministros en visita, ministros de fe, jueces de garantía, juzgados de letras y juzgados de policía local. El Ejecutivo tendría que encontrar la manera de funcionar sin seremis y el Legislativo dejaría de contar con senaturías (nótese que la Real Academia sí recoge sobresueldo). La policía uniformada, ya privada de su propio nombre, tendría que arreglárselas también sin radiopatrullas; los detectives, por su parte, tendrían que dar de baja a sus subcomisarios.

Y un largo etcétera.

Un etcétera de por lo menos 69.000 términos o acepciones más, para ser preciso, sumando el contenido del DUECh con el de los primeros volúmenes del DECh. Habría que concluir que estamos ante una situación abismante, si no fuera por el hecho de que el DRAE tampoco sabe explicar lo que significa este adjetivo.

Este diccionario supuestamente panhispánico se conforma con —e incluso se jacta de— los 413 chilenismos que incorporó entre 1992 y 2001, que no son más que un granito de arena en el inmenso litoral de la lengua chilena. No obstante, apunta a este hecho con orgullo, como una muestra irrefutable de que la larga tradición de imponer los juicios, decretos y caprichos lingüísticos de Madrid al mundo hispanoparlante entero habría llegado a su fin. ¡Os hemos tomado en cuenta… aquí están las pruebas!

Si quisiera, el DRAE podría dar cuenta del castellano de Chile —y de las otras veinte y tantas variantes nacionales de la lengua— sin problema alguno. Podría cumplir fácilmente con su promesa de ser panhispánico: la gran mayoría del trabajo ya está hecho, y hoy por hoy los diccionarios son fundamentalmente electrónicos, de modo que ni el tamaño de la obra resultante, ni los costos de impresión, serían impedimentos.

En el caso del inglés, el Oxford English Dictionary [6] ha logrado cumplir con la misión de ser un diccionario genuinamente internacional desde sus inicios. ¿Por qué el DRAE, con casi tres siglos de existencia y las arcas de la Corona española y Telefónica a su disposición, no está ni cerca de lograrlo? La única explicación que hace sentido es que esta lamentable situación refleja una postura ideológica.

A la luz de todo esto, las siguientes palabras de la Real Academia resultan especialmente cínicas:

Una tradición secular, oficialmente reconocida, confía a las Academias la responsabilidad de fijar la norma que regula el uso correcto del idioma. Las Academias desempeñan ese trabajo desde la conciencia de que la norma del español no tiene un eje único, el de su realización española, sino que su carácter es policéntrico. [7]

Quizás el problema surge del concepto de policéntrico que maneja la Academia: “La palabra policéntrico no está en el Diccionario”. [8]

Esterilización voluntaria

Son los hablantes de la lengua, y no los diccionaristas, quienes van creando y dando sentido a las palabras, adaptándolas a su realidad y dejando de lado aquéllas que ya no sirven.

En el mejor de los casos –el de los diccionarios descriptivos, que rechazan de plano la censura y la discriminación que practican los normativistas– el diccionario registra imperfectamente una pequeña parte de la lengua tal como se hablaba hace años o décadas. Pero ningún diccionario puede dar cuenta de la inmensa riqueza de un idioma, y este solo hecho basta para demostrar por qué el limitarse a las palabras que figuran en un diccionario es una empresa estéril y sinsentido.

En el peor de los casos –el de los diccionarios normativos, como el DRAE– hay que sumar a estos defectos otros más, de naturaleza ideológica: el nacionalismo, el clasismo, un “purismo” arbitrario y cambiante, e incluso el vulgar etnocentrismo.

Claramente, restringirnos a aquellas palabras que cuenten con la bendición del DRAE –o cualquier otro diccionario– no es ni remotamente factible ni deseable. Lejos de dar esplendor, lo único que lograría sería empobrecer el lenguaje brutalmente.

Vínculos

[1] http://buscon.rae.es/draeI/html/presentacion.htm

[2] http://buscon.rae.es/draeI/html/drae/img/drae/datoscomparados1.jpg

[3] http://buscon.rae.es/draeI/html/drae/img/drae/americanismosdatoscomparados.jpg

[4] http://www.revistaconene.com/numero%200/reportajes/ventana%20abierta/numero%202.pdf

[5] http://www.institutodechile.cl/lengua/notas/Diccionario_de_uso_del_espanol_de_Chile.pdf

[6] https://secure.wikimedia.org/wikipedia/es/wiki/Oxford_English_Dictionary

[7] http://www.rae.es/rae%5CNoticias.nsf/Portada4?ReadForm&menu=4

[8] http://buscon.rae.es/draeI/SrvltConsulta?TIPO_BUS=3&LEMA=polic%C3%A9ntrico