por Felipe Cussen, investigador del Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile.

En su última columna de autoayuda (“Me pongo de pie”), Cristián Warnken lamenta la muerte del poeta Gonzalo Rojas y nos invita a acompañarlo en su sufrimiento. No me interesa comentar el fondo de su texto (es obvio que todos sus lectores echamos de menos al autor fallecido), sino que quisiera referirme brevemente a los argumentos esgrimidos en él, que aluden a una serie de lugares comunes que perpetúan una idea particularmente reductiva de la poesía.

La primera alusión es la dificultad de practicar la poesía hoy (“éstos no son tiempos propicios para la gratuidad en cualquiera de sus formas”). Si revisamos con un poco de atención la historia de la literatura, ninguna época ha sido particularmente propicia, desde que Platón expulsara a los poetas de la polis hasta que Adorno dictaminara que no tenía sentido escribir poesía después de Auschwitz, y nada de eso ha impedido que se siga escribiendo poesía. Por lo demás, este reclamo exagerado siempre me recuerda a aquellos cantantes que tuvieron un éxito subsidiado durante la dictadura, y que se lamentan que ahora nadie “valora al artista nacional”.

El siguiente argumento es más trillado: “Si un extranjero me preguntara qué es lo que esencialmente define a Chile, le diría sin dudar un segundo que nuestra poesía”. Hace algunos años publiqué un pequeño texto con el fin de desactivar ese cliché, pero me sigue preocupando esa pretensión de establecer una relación tan básica entre la poesía y la identidad nacional. Es cierto que algunos poetas han escrito obras con propósitos fundacionales (podemos pensar en La Araucana y el Canto general), pero creo que a los únicos a los que verdaderamente les ha importado esta identificación es a los redactores de discursos de directores de colegio, alcaldes y funcionarios, con fines muy poco poéticos. Basta recordar que dicha idea se encuentra en la Política cultural del gobierno de Chile (a cargo de la Asesoría Cultural de la Junta de Gobierno), donde se plantea que “el primer objetivo a que debe apuntar una política cultural es a definir la esencia y el ‘deber ser’ nacionales”.  En fin, este orgullo chauvinista me parece tan absurdo como cuando todos los chilenos nos sentimos responsables del éxito estrictamente individual del Chino Ríos o de Tomás González, quienes lograron sus triunfos a pesar de vivir en este país. Y además, siempre que se alude a los poetas como frutos espontáneos de esta tierra, inmediatamente pienso en una serie de poetas que me interesan mucho más, y que difícilmente podrían arraigarse a ningún suelo, como Paul Celan, de origen judío, que nació en Rumania, vivió en Francia y escribió en alemán; ¡menos mal no ganó el Nobel, porque me imagino la cantidad de países reclamándolo como suyo!

Luego de otras reflexiones campesinas sobre la poesía, Warnken reincide en uno de sus caballitos de batalla: “se ha matado a la poesía enseñándola mal, haciéndola tediosa y críptica”. En este vago ataque (supongo que a los críticos y a la academia), juega con la idea de que la poesía (o la “buena” poesía) es transparente y que son los intermediarios quienes obstruyen la transmisión de su mensaje. Quizás tendrá en mente ejercicios como los de Dámaso Alonso, quien realizó una versión ordenada y simplificada de las Soledades de Góngora, cuyo aporte filológico es indudable, pero que las reduce a una sosa papilla. Y me encantaría saber cómo se podría enseñar la obra de José Lezama Lima o Juan Luis Martínez obviando su carácter críptico, pues su dificultad y su artificiosidad son precisamente las estrategias que escogieron para atraer la atención del lector.

El columnista prosigue con otra asocación que ni siquiera valdría la pena comentar: “Si leyéramos más y mejor a nuestros poetas, seríamos un mejor país”. ¿De verdad cree que seremos más bondadosos si leemos a Claudio Bertoni o Bruno Vidal? También piensa que la lectura de poesía evitará que el lenguaje de los chilenos se estanque en la degradación a la que ha llegado, en “[e]l garabateo desatado, [e]l balbuceo vago e impreciso, [la] desintegración”. Me llama la atención, porque todos sabemos que desde Nicanor Parra en adelante se ha escrito muy buena poesía a partir de ese lenguaje coloquial. Pero aún más, considero que en la fragmentación del lenguaje, en el balbuceo, se encuentran algunos de los mayores aciertos expresivos de la lírica moderna (Samuel Beckett, por ejemplo), y, por supuesto, de la tradición de la poesía mística, comenzando por San Juan de la Cruz, quien fue quizás el principal maestro de Gonzalo Rojas.

Para finalizar, no considero acertado que se aproveche este caso particular para manifestar la indignación respecto a la falta de atención que estarían sufriendo los poetas. En sus últimas décadas de vida, Gonzalo Rojas recibió numerosos premios y estímulos, tuvo mucha suerte editorial con la seguidilla de antologías que fue publicando, y contó con la admiración de una gran cantidad de lectores. Me alegra profundamente que su obra, tan intensa y compleja, tan orgullosa de sus balbuceos, haya sido estudiada y disfrutada por tantas personas.

No me gusta que nuestros guardianes de la cultura y la tradición sigan reduciendo la escritura de la poesía a una serie de vagas inspiraciones románticas y sentimientos patrios, como si el fin último de un poema fuera acabar impreso en una tarjeta o un libro de autoayuda. No quiero esa falsa seguridad, esa falsa felicidad, esa falsa magia. Ojalá el señor Warnken nos haga el favor de quedarse sentado.