por Carlos Tromben

En el libro 6 de sus Confesiones, Jean-Jacques Rousseau relata la anécdota de una princesa que se entera de que los campesinos no tienen pan. “Pues que coman queque” (qu’ils mangent de la brioche…”) Se le atribuyó la frase a María Antonieta, aunque de esto no queda registro histórico.  Doscientos años más tarde la tomó un sello musical punk, transformándola en el clásico álbum recopilatorio Let them eat jellybeans!, en alusión a la golosina preferida de Ronald Reagan.

En tiempos Rousseau, un pequeña élite rentista y eclesiástica consumía la mayor parte de los ingresos de la nación. En los de Ronald Reagan, una pequeña élite financiera y corporativa comenzó a socavar las bases del sistema de protección social diseñado medio siglo antes.  La frase atribuida a la reina de Francia simboliza la displicencia y falta de empatía de la clase dominante francesa, que finalmente pagó perdiendo el trono y la cabeza. A partir de entonces, y al vaivén de los ciclos económicos y políticos, la empatía se hizo un lugar creciente en las políticas públicas. A modo de ejemplo, en 1910 se introdujo en Gran Bretaña un “Presupuesto Popular”. Fue el primer intento, en la cuna de la revolución industrial, por redistribuir la riqueza.  Impulsado por el ministro de hacienda liberal Lloyd George y su aliado Winston Churchill, incluyó programas sociales financiados con alzas de impuesto a las rentas altas. La Cámara de los Lores, bastión de los terratenientes, lo vetó. No les cortaron la cabeza, pero sí sus atribuciones: tras las elecciones generales de 1910 (que volvieron a ganar los liberales), la Cámara de los Comunes pasó a tener potestad absoluta sobre el proceso legislativo.

En cuanto a la sonrisa de Reagan, su efecto sobre la empatía en Norteamérica y el mundo fue devastador. En un informe preparado por Giovanni Andrea Cornia y Julius Court (World Institute of Economic Research), se afirma que desde 1980 se observa un incremento sustancial de la desigualdad en el mundo. De 73 países analizados, la desigualdad aumentó en 48, se mantuvo estable en 16 y disminuyó en apenas 9.

Las razones son varias y, como buenos economistas, Cornia y Court separan entre factores fuertes y débiles, o variables explicativas más contundentes que otras en base a la información disponible. La mayor participación del capital sobre el trabajo en el ingreso total es, quizá, la más contundente y la que merece mayor atención. Reagan y más tarde Clinton,  Thatcher y luego Blair, liberalizaron la industria financiera, transformándola en el motor de una nueva visión del mundo: la velocidad de las redes, los modelos estocásticos para diseñar productos de alta rentabilidad con nombres indescifrables. Paralelamente avanzaron en desarticular el poder de los sindicatos, estimular la externalización de procesos productivos en el tercer mundo y fleixbilizar los salarios. Nacieron nuevas clases rentistas  y una nueva generación de trabajadores altamente calificados (analistas financieros) absorbió la mayor parte del valor agregado. Los que el escritor-periodista Tom Wolfe apodó como los “Masters of the Universe”.

Esto ocurrió en paralelo a la introducción de “paquetes de estabilización macro” en los países en vías de desarrollo como México, Brasil, Tailandia o Chile. Muy necesarios para erradicar la inflación y los desequilibrios fiscales, estas cirugías mayores castigaron con severidad a los asalariados. Reformas que en Chile se hicieron en dos fases sin anestesia (1975 y 1982-84), en condiciones de legalidad comparables  a las de María Antonieta.

Hay también factores no tradicionales que Cornia y Court introducen en el análisis, y que podrían explicar también la altísima desigualdad en Chile. “Países dotados de recursos naturales –especialmente mineros como petróleo, diamantes y cobre- tienden a tener mayor desigualdad de ingresos y activos que otros tipos de economías”. La minería es una actividad intensiva en capital, donde la propiedad tiende a estar concentrada. “Es más fácil para las élites apropiarse de estas rentas”, dicen los autores. En el caso chileno, cabe preguntarse si la tardía introducción de un royalty minero y las generosas transferencias al aparato militar tienen alguna incidencia en nuestro abultado índice Gini (0,50).

Otro factor no tradicional sería la concentración de la tierra. Mientras Corea del Sur (Gini 0,38) entró al desarrollo sin sacrificar igualdad en base a una distribución relativamente equitativa de la tierra, en América Latina se pasó del latifundio a la agroindustria (mediada inicialmente por una reforma agraria, como en el caso de Chile).

Así pues, al momento de su admisión en el club de los países ricos, Chile es el tercero más pobre (lo superan México… ¡e Israel!), el más desigual (supera a Israel y Turquía), gasta en educación un tercio que Francia y cinco veces menos que la república eslovaca. Y la renta minera sigue creciendo, creciendo, creciendo… ¿La ve usted? ¿Prefiere pan o prefiere queque?