Simon Pegg, el genial Shaun de Shaun of the Dead ha levantado recientemente una polémica sobre el origen de la palabra nerd, que él adjudica a la frase “ne’er-do-well”, y que ha sido replicada en varios de nuestros blogs favoritos. Más importante, a mi juicio, que dicho origen es el concepto de nerd, tan omnipresente por nuestros días. Buscando y buscando llegué a la fuente primaria, al menos para mi experiencia infantojuvenil. Antes de que reparáramos en La Venganza de los Nerds (1984), recuerdo claramente a mi papá leyéndonos a mí y a mi hermano, durante un almuerzo familiar, un texto que había aparecido en la entonces incomparable Selecciones del Reader’s Digest. La primera vez que escuche “nerd”, 1986 (he confirmado el dato, acá una copia del original). El usuario de Taringa! profedemate2001 ha encontrado la versión en castellano y la ha subido al sitio. Acá lo copiamos sindicamos (cof, cof). Disfrútenlo, es una verdadera reliquia.

Genios Jugando y Trabajando (original de Reader’s Digest), Alexander Theroux.

Me críe en Massachusetts, donde, con afectado desdén, acostumbrábamos referirnos al Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT, por sus siglas en inglés) como el “Instituto de los Tarados Mentales”. Pero eso era en realidad lo contrario de lo que pensábamos. Siempre que pasaba frente a la institución, en Cambridge, leía los nombres históricos de los edificios y sentía un secreto estremecimiento de reverencia. Tiempo después desempeñé una cátedra en el MIT durante tres años, y todavía siento la misma veneración.

El Instituto Tecnológico de Massachusetts, fundado en 1861, es un lugar sin paralelo en muchos sentidos: es el símbolo de la magia, el genio científico y la innovación tecnológica. Jay Forrester, que inventó la memoria magnética para computadoras, es ex alumno del MIT. Otros científicos del Instituto son el profesor John Sheehan, que sintetizó la penicilina, y Claude Shannon, ex alumno, así cómo el profesor Norbert Wiener, ambos pioneros en el campo de las máquinas inteligentes; también, cuatro astronautas que llegaron a la Luna. El Times de Nueva York cataloga al MIT como “el instituto tecnológico más prestigioso de Estados Unidos”.

Son inevitables las comparaciones con la Universidad de Harvard, su formidable rival, que se encuentra también en Cambridge (Harvard ha intentado anexarse el MIT en va­rias ocasiones, desde 1870). Se cuenta un chiste de un individuo que espera en la fila de una caja rápida en un supermercado de Cambridge; un letrero indica que en esa caja se pueden pagar como máximo diez artículos, pero el sujeto lleva 15. El gerente observa: “Ha de ser estudiante del MIT, y no sabe leer, o de Harvard, y no sabe contar”. Los alumnos de la Universidad tienen una facha característica, cierto desaliño envanecido. En el Tecnológico no hay tal; los estudiantes no tienen tiempo para eso. Se ha dicho que, en Harvard, la mayor dificultad es entrar, y que en el MIT lo difícil es salir.

La carga de trabajo es abrumadora. Se ha comparado la  educación del Tecnológico con tratar de beber agua de una manguera de bomberos. Un estudiante necesita 360 créditos académicos para graduarse, es decir, casi el triple de los que se exigen en otras instituciones de educación superior en Estados Unidos. A un curso de ingeniería aeronáutica hay que dedicarle como mínimo 14 horas a la semana. Muchos estudiantes son cafeinómanos, que pasan días enteros sin dormir para terminar sus proyectos de laboratorio y sus trabajos de fin de semestre. He conocido estudiantes del último año que, debido a su trabajo, apenas han cruzado el puente del río Charles para ir a Boston. El cruel chiste estudiantil sobre los colores de la escuela (rojo y gris), es muy elocuente: “sangre sobre concreto”.

El MIT es a la tecnología lo que la Academia Militar de West Point a la instrucción militar. Los alumnos del Instituto provienen de 97 países. Pero los edificios grises del Tecnológico tienen pasillos largos, donde reinan la soledad y el silencio. La gente se comunica por medio de carteles y notas en las paredes. En 1981 había entre los estudiantes 2340 mujeres, junto con 7416 varones, y la mayor parte de los dormitorios eran mixtos; pero eso poco importa: el trabajo actúa como refrigerante, y la tensión y las preocupaciones son anafrodisíacos.

Además del trabajo intenso, el MIT debe su éxito a una enseñanza excepcional. David Woodbury, graduado del Instituto, escríbíó: “Lo fundamental es la investigación: descubrir algo nuevo por uno mismo”. En cierto curso, a cada estudiante se le entrega una caja que contiene resortes, madera, alambres, motores y otros materiales, y se le pide que construya una máquina de su invención con todo eso.

Retos así atraen al genio. El Instituto ha sido desde hace mucho una guarida de “raros” (en inglés, nerds): individuos que se abstraen en sus estudios de tal manera que el conocimiento se vuelve su forma de vida. A la mayoría de la gente le parecen extravagantes estos jóvenes idealistas, dominados por un particular designio. Realmente, se les puede contar entre los mortales más complejos y menos comprendidos sobre la Tierra.

El deporte extraoficial en el MIT es hacer travesuras. Las travesuras con computadoras tuvieron su origen cuando los estudiantes se metían de noche en las salas de computadoras para manejar el equipo. No todos los traviesos son “raros”, pero todos los “raros” son traviesos. Los hay especialistas en máquinas tragamonedas, en ajedrez, en astronomía. Cuanto más complicada la hazaña y mayor el reto, mejor, porque la diversión depende de la dificultad.

La famosa travesura de la pelota gigante, con la que el MIT interrumpió un partido de fútbol americano entre las universidades de Harvard y Yale, en 1982.

Entre las travesuras comunes se cuentan la de colocar una vaca de plástico de tamaño natural sobre el techo de un edificio, y la de tapiar las entradas de los dormitorios (con o sin ocupantes). Unos estudiantes del MIT han soldado las rejas de la Universidad de Harvard, de manera que no se puedan abrir, y han reprogramado el carillón del campanario de la Universidad para que toque una pieza de Rock and Roll. La travesura más memorable se hizo durante el juego de fútbol americano entre los equipos de Harvard y Yale, en 1982. Inmediatamente después de que Harvard hizo una anotación en el segundo cuarto, una pequeña bola negra brotó del suelo a medio campo, y empezó a crecer; tenia pintadas las letras MIT por todos lados. La bola aumentó de tamaño hasta alcanzar un diámetro y de dos metros; luego reventó con gran estruendo y dejó una nube de humo. Según informó el Globe de Boston: “El MIT ganó el partido”.

¿Qué es exactamente un “raro”? En el MIT los “raros” constituyen una especie de cofradía, un grupo de estudiantes talentosos, pero a menudo inadaptados, que, para no llevar cursos de alto nivel como cálculo o física, sólo presentan exámenes, y así les queda tiempo para sentarse a discutir sobre organismos cibernéticos, o para tratar de descubrir la fórmula de la CocaCola. El “raro” del MIT es una combinación de irreverente, idealista y genio. Se aprende de memoria el número pi con 50 cifras decimales; puede arreglar teléfonos; se abstrae considerando la forma en que funcionan las cosas; pertenece a esa rara especie de individuos que aún se encuentran en las universidades, y que usan su mente para divertirse. Eso es, en definitiva, lo maravilloso de los “raros” del Instituto Tecnológico: que son intelectuales. Christopher Lydon, locutor de una estación de radio en Boston, opina que la genialidad de estos tipos puede salvar a Estados Unidos en la competencia científica con Japón, “un país lleno de raros”. ¡Y vaya que los “raros” del MIT son diferentes! Cuando pequeños usaban anteojos de plástico del Pato Donald, y les encantaba ver a sus madres planchar. Además, eran expertos en hámsters. La mayor parte del tiempo la pasaban metidos en el sótano, construyendo trasformadores eléctricos. La mayoría son un desastre en lo que a ropa se refiere. Se ajustan los pantalones muy arriba, usan camisas de orlón de manga corta abotonadas hasta la garganta, con cuellos muy largos y puntiagudos, y llevan 30 centímetros de cinturón colgando. Usan protectores de plástico para los bolsillos, llenos de plumas y lápices. En invierno se ponen chanclos negros para la nieve y gorras pasadas de moda, con orejeras. No conocen la vanidad; les interesa más ver películas para intelectuales o ser los primeros en tener una HP-41CV definitivamente la calculadora de los “raros”. Los estudiantes del MIT suelen provenir de pequeñas escuelas pre­universitarias en lugares como Omaha, Nebraska, o Winnetka, Illinois. Muchos tienen aspecto de ardillitas, o desde pequeños se parecen a sus padres, pues el nacimiento del pelo empieza a retrocederles desde los diez años. Tienden a ser conservadores, políticamente hablando; algunos acaso discutan sobre la carrera de armamentos; sin embargo, la mayoría prefiere construir aparatos estereofónicos o tableros sono deflectores.

A mí me parece alentador que los “raros” del MIT se resistan a seguir los procedimientos académicos convencionales. Prefieren entretenerse con juegos de video, arreglar computadoras anticuadas o ver películas fantásticas. Sorprendentemente, no les gusta estudiar, aunque suelen interesarse en las tareas de los demás. Algunos dejan la escuela, fundan compañías de software en algún garaje y se vuelven millonarios a los 22 años.

Yo he sido profesor de estudiantes “raros”, y conozco sus habitaciones, que están hechas un desorden maniáticamente ordenadas: uno o dos móviles, carretes de cinta magnética, novelas de ciencia ficción. Los componentes del aparato estereofónico se ven por dondequiera. Y por último, aunque no en importancia, la computadora.

Lo que realmente importa es la computadora. Es una amiga fiel. Estos aparatos son para los “raros” lo que la paprika (pimentón) para los húngaros. Ahí se están, sentados ante la computadora hasta la madrugada, con los ojos vidriosos, dale que dale a las teclas. Nunca tienen para cuándo terminar, lo cual explica su adicción a los alimentos chatarra, así como el mal aspecto de su cutis.

Algunos científicos creen que hay una probabilidad del 50 por ciento de que, para el año 2000, las computadoras sean capaces de desempeñar la mayoría de las actividades mentales humanas. En la actualidad ya localizan con precisión yacimientos minerales y diagnostican enfermedades, tal como lo haría un especialista humano.

Pero hay algo mucho más interesante que está relacionado con la inteligencia artificial: la naturaleza misma del pensamiento. Las computadoras nos ilustrarán sobre nosotros mismos, y nos harán entrar vertiginosamente al siglo XXI… época en la cual ya viven los “raros” del MIT.