El primer entretenimiento de tablero que hubo en la casa donde transcurrió mi infancia, en la ahora inexistente calle Vecinal -casi en El Bosque con Apoquindo-, fue el Metrópoli. Lo fabricaba una de las empresas más reconocibles por los que fuimos niños hace treinta o cuarenta años: GUAU. Metrópoli era una representación esquemática de la ciudad de Santiago de los setentas que realmente parece -hoy- extraída de otra época. De una capital en miniatura. Los sectores se identificaban por tonos, Américo Vespucio – Colón en verde oscuro, Recoleta en rosado, Gran Avenida en verde claro. No existían en este micromundo ni Lo Barnechea ni La Florida, ni Maipú ni Lo Espejo. La sola lista de barrios (que, recordemos, se podían hacer con dos casilleros o solo con uno) da una idea de cuán chica era esta urbe:

Alameda Bdo. O’Higgins – Ahumada, Vitacura, Providencia – Los Leones, Matucana – San Pablo, Américo Vespucio – Av. Colón, Arturo Prat, Bilbao – Tobalaba, Recoleta, Irarrázabal – Pedro de Valdivia, Apoquindo – Villa El Dorado, Vicuña Mackenna – Diez de Julio, Gran Avenida.

Uno podía teletransportarse instantáneamente, en solo un tiro de dados, desde Los Leones a Matucana.

Por otro lado, estaban los servicios, restos arqueológicos de una era pre-neoliberal:

Chilectra, Estación Central, Torres de Tajamar, (los edificios más altos de Chile, muchísimo antes del Costanera Center, mucho antes del edificio de la CTC, antes de la Torre Santa María),  Estación Mapocho, Gasco (ilustrado por ese emblemático cilindro cuadriculado al rojo y al negro que quedaba en ¡Chuchunco!), Aeropuerto Pudahuel, Compañía de Teléfonos, Estadio Nacional, Club Hípico, Hotel Carrera.

Las cartas de “destino” (amarillas y rojas con un vistoso signo de interrogación como emblema) eran otra cosa: además de un premio o castigo, llevaban alguna leyenda curiosa como “Ladrillo está en la cárcel”.

Siempre me picaba cuando perdía este juego, me apestaba que algunos de mis familiares se hicieran dueños de casi todo el tablero y en cada vuelta me cobraran por detenerme en sus propiedades. Y veía como construían casas de plástico verde y edificios, mientras yo me limitaba a tratar de usufructuar con mi rasca control de las Torres de Tajamar y el Club Hípico. Para qué decir cuando caía en la Cárcel o pasaba por la Asistencia Pública. El slogan de la caja del juego lo decía todo: “Entretenido juego, que hará de Ud. un dinámico y próspero hombre de negocios”. ¡Este era el abuelito de KidZania!

Metrópoli, claro está, no era un juego nacional, sino que una adaptación del estadounidense Monopoly, y ha sido criticado mucho, en estos años de anticapitalismo, por quienes sostienen ideas similares a las de la Naomi Klein. Por eso, al menos para mí, ha sido una sorpresa de proporciones que en su origen, en realidad fuera una forma de difusión del socialismo.

Un artículo de Harper’s Magazine nos lleva a las verdaderas raíces del Metrópoli, y es de ver.

Según el autor, Christopher Ketcham:

“La historia oficial del Monopoly, tal como es contada por Hasbro, propietaria de la marca, afirma que el juego fue inventado en 1933 por un reparador de radiadores de vapor desempleado, y a tiempo parcial paseador de perros de Filadelfia, llamado a Charles Darrow. Darrow había soñado lo que describió como una inmobiliaria comercial cuyos nombres de propiedad fueron tomados de Atlantic City, la ciudad donde él solía pasar sus vacaciones de niño. Patentado en 1935 por Darrow y Parker Brothers, Monopoly vendió poco más de 2 millones de copias en sus dos primeros años de producción, haciendo a Darrow un hombre rico y ahorrando probablemente la quiebra a Parker Brothers. Luego se convertiría en el juego propiedades más vendido del mundo”.

El artículo señala que a la fecha, en todas sus variedades y en todos sus formatos de ciudades, Metrópoli ha sido jugado por mil millones de infantes y adultos en 111 países alrededor del globo y que se estima que los productores de plástico han construido ¡seis mil millones de casitas verdes! A eso hay que sumar que Mr. Monopoly, el personaje del juego, suele ser citado por Forbes como uno de los mayores billonarios ficticios, junto con Monty Burns o Tío Rico.

Pero, como cuenta Ketcham, la historia tiene otra historia dentro suyo:

“Los verdaderos orígenes del juego, sin embargo, no son mencionados en la literatura oficial. Tres décadas antes de la patente de Darrow, en 1903, una actriz de Maryland llamada Lizzie Magie creó un proto-Monopoly como una herramienta para la enseñanza de la filosofía de Henry George, un escritor del siglo XIX que popularizó la noción de que ninguna persona puede pretender tener tierra «propia». En su libro Progreso y Pobreza (1879), George llama a la propiedad de la tierra privada un “principio erróneo y destructivo” y sostiene que la tierra debería celebrarse en común, con miembros de la sociedad actuar colectivamente como “el general casero”.

El juego de Lizzie Maggie, como ya documenta un paper de 1977 que he encontrado en JSTOR (“Making Your Move: The Educational Significance of the American Board Game, 1832 to 1904”, Wallace & Edmonds, History of Education Quarterly) se podía jugar de dos maneras: a) a la usanza del actual Metrópoli, lo que provocaba peleas familiares, envidia y “niños picotas”, o b) ¡cooperar!, “bajo este conjunto de reglas alternativas, tendrían que pagar rentas no al titular de la propiedad, sino en una olla común de la tierra – la renta efectivamente era socializada para que, como más tarde escribió Magie, “se consiguiera la prosperidad”.

A mí me hace sentido esta segunda historia, que parece más afín a lo que el juego provocaba en nosotros de cabros chicos. Monopoly podía ser un juego sobre el “monopolio”, pero, nuestra versión chilena se llamaba de otra forma, “Metrópoli” (ciudad), y de eso finalmente se trataba, de conocer, reconocer y vivir en nuestra “querida y sucia” ciudad de Santiago.