El año pasado realicé un curso sobre novela norteamericana en una universidad en Viña. Cuando llegamos a El Guardián del Centeno (The Catcher in the Rye) de J.D. Salinger, sostuvimos que el gran aporte del autor a la historia no solo de la literatura de los Estados Unidos, sino que de la literatura universal, había sido la creación de un tipo: el adolescente. Ahora que el autor ha fallecido, parece ser bueno volver sobre este punto.

Corrientemente se acusa a Margaret Mead de haber introducido la idea de que la adolescencia es un fenómeno occidental moderno. En su clásico estudio sobre la adolescencia, el sexo y la cultura en Samoa (1928) concluyó que los samoanos no presentaban esta etapa del desarrollo, básicamente porque su cultura no lo permitía. El problema nos lleva al famoso debate entre naturaleza y cultura. Esta vez (ups, y solo por esta vez) vamos a cargar la balanza hacia el lado de la cultura (más detalles sobre adolescencia y Ciencia Cognitiva en esta entrada, Variable 03: el cerebro adolescente).

Hay un libro precioso de Lucy Rollin (1999, Twentieth-Century Teen Culture by the Decades) donde la autora da cuenta de los hitos culturales de la historia de la adolescencia principalmente en los Estados Unidos. Acá los inicios de cada capítulo:

The Early Decades, 1900-1920: The teen of the Nineties, or even of the Fifties, did not exist in America in 1900. Adolescence in the early decades was a brief time between childhood and adult responsibilities.

The 1920s: The Twenties . . . the jazz Age . . . Flaming Youth . . . these labels evoke excitement and change, fabulous wealth and wild parties, the romance of F. Scott Fitzgerald’s The Great Gatsby. They conjure up images of fashionable young men and women dancing the Charleston and drinking bathtub gin, living in the careless leisure of the moment. This was the decade when the young came into their own–when everyone wanted to be young.

The 1930s: During the early Thirties, teens experienced the Great Depression through their families and schools. Many saw their fathers out of work for the first time, perhaps even standing in a bread line for food to feed their families. Many men had to find new careers for themselves in low-paying work, just to keep their families together, while mothers, because of the need for lowpaid clerical or social service work, could find employment more easily than fathers.

The 1940s: All discussions of the Forties in America, whether in books or conversations, tend to separate into two parts: “during the war” and “after the war.” It is a decade that seems to split neatly down the middle, divided by the atomic blast at Hiroshima on August 6, 1945, which, for good or ill, ushered the United States into the nuclear age. American teens shared in the wartime patriotism and seriousness, and then in the postwar euphoria and economic boom, just as they shared family and community life with adults. Whereas Willam Graebner, in his study of the decade, called it the Age of Doubt, finding Americans tortured by uncertainty about the future, teens seemed to enjoy life with increasing confidence in themselves, especially during the postwar period. After 1944 the culture of the teenager, just like the term teenager, moved rapidly into the public spotlight, as if during the war it had only been waiting impatiently to become a star.

The 1950s: During the Fifties, public attention was focused on teens to an unprecedented degree in American culture. Even more than in the Twenties, being young was an enviable state. Even more than in the late Forties, when America looked benignly on its bobby-soxers and boys-next-door as embodiments of postwar vitality, teens occupied the fantasies of adults. In the Fifties, those fantasies were more polarized than ever before. Now America looked at its youth with a new mixture of hope and fear, of intense fascination and even, at times, terror.

Como se puede observar, no es hasta los cincuentas que la adolescencia se codifica en la sociedad norteamericana. Gatsby –probablemente el único precedente– es un joven, no un adolescente.

Holden Caulfield, el personaje de El Guardián del Centeno es un adolescente de los cuarentas, “esperando impacientemente en convertirse en una estrella”. Aunque la novela se publicó en 1951, su redacción pertenece a la década anterior (ya en 1941 Salinger había vendido su primera subhistoria de Caulfield a The New Yorker, aunque su publicación se retrasó hasta terminada la Segunda Guerra Mundial).

Harold Bloom (1973) sostiene que toda obra literaria le debe a otra obra, del pasado. Cada obra debe batírselas con las obras anteriores de su tradición. Es un lugar común decir que El Guardían del Centeno tiene como obra del pasado influyente a Las Aventuras de Huckleberry Finn de Mark Twain. Nadie ha dicho esto de mejor manera que Roberto Bolaño:

“De hecho, la novela americana se funda en dos grandes novelas norteamericanas, que son Moby Dick, de Melville, y Huckleberry Finn, de Twain. Una transita por el lado más amable de la vida y la otra es la novela negra por excelencia”.

Hemos realizado un Differential Word Cloud (ver aquí para más detalles) de El Guardián del Centeno contra Las Aventuras de Huckleberry Finn (en sus versiones en español) y esto es lo que ha resultado (las palabras que aparecen son las que predominan en el texto de Salinger sobre el de Twain -o que no aparecen en el texto de Twain-, mientras más grande la palabra, mayor su predominancia):

Si nos fijamos bien, aparte de los nombres propios de personajes del libro de Salinger, lo que predomina son dos colecciones de palabras:

Palabras referidas a la modernidad: vestíbulo, ascensor, patinar, cigarro, cine, taxi, película, radio, canción, etc.
Palabras referidas a la emocionalidad: horroroso, gracioso, expresión, cabrón, odiar, deprimir, etc.

Podríamos decir que el paisaje de la novela, como suele repetir Jerome Bruner, se articula entre la acción (los lugares y las acciones en esos lugares) y la conciencia (los estados internos, sicológicos, del personaje principal). Pero, cuidado, no se trata de un paisaje definido. Suelo pensar que la clave de la inmarcesibilidad de la historia de Holden Caulfield reside justamente en que el contexto social, espacial y cultural por el que deambula el personaje está delineado por una suave penumbra. Hay películas y canciones, pero no se trata de películas específicas ni canciones específicas. El vestíbulo y el escritorio son más vestíbulos y escritorios abstractos que unos con nombre y apellido. Los seguidores de Salinger, que somos todos, tenderemos, con el paso de las décadas, a ponerles nombres a esos objetos: serán los ítemes de nuestra cultura popular. En la época de Holden no hay ni La Guerra de las Galaxias, ni The Beatles, menos LOST o Tindersticks. No habrá ni Magic, ni WoW, ni el cubo Rubik. En síntesis, la adolescencia no se encontrará aún del todo codificada. Holden es un adolescente en un mundo en el que no hay ningún adolescente más. Pero, ya van por él.

Creo que esto lo resume y rezuma magistralmente Alan Nadel (2000, Rhetoric, Sanity, and the Cold War: The Significance of Holden Caulfield’s Testimony).

“Si, como se ha hecho notar muchas veces, El Guardián del Centeno le debe mucho a Las Aventuras de Huckleberry Finn, esto lo hace reescribiendo el texto clásico norteamericano en un mundo donde la ubicuidad de una sociedad gobernada por reglas no deja ningún río por el cual huir”.

Con Caulfield entran simultáneamente a escena la adolescencia y su codificación. Salinger crea y rescata un tipo de personaje literario similar a los que fueron Robinson Crusoe o Elizabeth Bennet en su día. Caulfield busca la libertad y finalmente no la encuentra. El propio Salinger no escribirá nunca más para el gran público. A veces creo que su reclusión es análoga la reclusión final de Holden: lamentablemente un callejón sin salida.