Scott Sadowsky y Ricardo Martínez

El normativismo, o prescriptivismo, es una ideología que pretende dictar a los hablantes cómo deben y no deben utilizar el idioma que han ido desarrollado en su cerebro desde poco después de nacer. Esta corriente busca nada menos que usurpar la soberanía lingüística de los incontables co-creadores de la lengua, quitándoles el noble estatus de ciudadanos del idioma, para convertirlos en vulgares consumidores lingüísticos que viven de los desechos de la ciudad letrada.

El normativismo y la lengua

El normativismo persigue interferir en —e idealmente, suplantar— los sistemas lingüísticos de los hablantes, apelando a conceptos como buena educación, cultura, inteligencia, lógica y pureza. Echa mano a estas herramientas de presión social y psicológica con el fin de amedrentar a los hablantes para que adapten su sistema lingüístico a una mítica variedad “culta” de la lengua. Pero esta variedad no es más que un borroso ideal platónico, y en consecuencia es imposible de estudiar o criticar, ni menos adoptar cabalmente. Aquí se ve el verdadero objetivo del normativismo: controlar a los plebeyos, quienes jamás podrán cumplir con la meta de hablar de manera “culta” para satisfacción del normativista. Al igual que Sísifo con su piedra, el hablante que aspira a la norma “culta” se ve condenado de antemano a fracasar en su empresa.

Para hablar sobre cualquier variedad del lenguaje con propiedad, es necesario tener ciertos conocimientos básicos que van más allá de las intuiciones y corazonadas; de lo contrario, lo más que se puede lograr es reproducir acríticamente las supersticiones, prejuicios y lugares comunes que se vienen repitiendo desde tiempos remotos. Pero curiosamente, pocos de los que divulgan los conceptos normativistas y censuran su incumplimiento poseen los conocimientos necesarios para hacer siquiera un intento preliminar de definir la variedad lingüística que dicen utilizar, y que predican como modelo de uso obligatorio para el ciudadano educado. Son los tarotistas, astrólogos y alquimistas del lenguaje.

Pero una extensa y avanzada preparación lingüística tampoco da licencia para decretar cómo se debe utilizar la lengua, por una sencilla razón. Digámoslo de una vez por todas: la supuesta norma culta no existe. Cualquiera puede postular un ideal platónico —la igualdad, la mujer perfecta, el buen hablar— y algunos llegan a teorizar sobre estos constructos. Sin embargo, no es posible estudiarlos: no tienen ningún asidero en la realidad. No son entidades, no son objetos, no se pueden observar ni siquiera indirectamente: son meros ideales. En consecuencia, la lingüística tiene el mismo interés en las supuestas normas de uso del idioma que la astronomía tiene en los signos zodiacales: ninguno.

A lo más, y en el mejor de los casos, se podría tratar de describir el uso lingüístico de “los cultos”, si es que se lograra sortear el problema —nada de trivial— de definir qué es ser culto. Pero el uso lingüístico no es identificable con una norma, por una serie de razones.

Primero, todo hablante ocupa una serie de registros y estilos diferentes, no sólo en distintos momentos, sino incluso en un mismo enunciado. Estos van desde lo poéticamente sublime hasta lo ofensivamente vulgar, desde latinismos osificados hasta neologismos acuñados en el mismo momento de hablar, desde barrocas construcciones alambicadas hasta oraciones de simpleza transparente. En fin, la totalidad de la enorme riqueza del lenguaje humano está dentro de todos y cada uno de los hablantes.

Segundo, salvo en el caso de los hablantes afligidos por daños neurológicos o traumas cerebrales, todo ser humano cuenta con un sistema lingüístico perfectamente funcional, y éste no depende de la cultura. Cuando se habla de una norma, se está renegando del origen biológico del lenguaje; cuando se habla de una norma culta se está postulando, por una parte, que existirían homo sapiens genéticamente más aptos para el “buen hablar” que otros, y por otra, que esta función del cerebro sería subsidiaria de la realidad social, lo cual demuestra una ingenuidad preocupante. Steven Pinker lo grafica bien en su libro The Language Instinct:

Imagínese que está viendo un documental sobre la naturaleza. Se muestran las típicas imágenes hermosas de animales en su hábitat natural. Pero la voz en off empieza a relatar algunos hechos preocupantes: los delfines no ejecutan las maniobras correctas al nadar; los gorriones blancos degradan irresponsablemente su canto; los pollitos no saben construir un buen nido.

Pero… ¿quién se cree este narrador?

En el caso del lenguaje humano, sin embargo, la mayoría de las personas cree que aseveraciones como éstas no sólo tienen sentido, sino que además, son motivo de alarma: “Juanito no sabe producir una oración gramatical”; “La educación está cayéndose a pedazos y la cultura televisiva está diseminando el balbuceo incoherente y la jerga ininteligible de los raperos, los futbolistas y las pokemonas”; “Nos estamos convirtiendo en una nación de analfabetos funcionales”; “El español mismo se va a deteriorar cada vez más si no imponemos valores tradicionales y empezamos a respetar nuestra lengua de nuevo”. (Traducción y adaptación nuestras)

Si resulta risible criticar al delfín por no nadar como la trucha, o al pollito por no hacer su nido como el del cóndor, ¿no es acaso más risible aún criticar al homo sapiens por la manera que elige utilizar lo que es la facultad humana por excelencia, el lenguaje?

Finalmente, una parte del concepto de “norma culta” está abstraído de ciertos usos supuestamente ejemplares del lenguaje, principalmente de origen literario. Imaginémonos que ese uso “ejemplar” se pusiera en práctica en la contemporaneidad:

Creedme, fermosa señora, que os podéis llamar venturosa por haber alojado en este vuestro castillo a mi persona….

Cómo quién estaríamos hablando al atenernos al uso del lenguaje letrado: ¿cómo Cervantes, o cómo Cantinflas? Claramente, el lenguaje literario no puede ser un modelo sistemático, como exigiría cualquier norma culta.

El normativismo y la sociedad

Como ya hemos señalado, cuando el normativista habla de la “norma culta”, está apuntando a un ente imaginario. Sin embargo, esta mistificación no es gratuita: oculta una nefasta realidad. El concepto de norma culta no es otra cosa que una deidad invisible cuya existencia e importancia es enérgicamente avalada por sus sumos sacerdotes y feligreses. Esto, con el fin de establecer y propagar una estructura de poder social de la cual ellos son miembros y guardianes al mismo tiempo.

De este modo, cuando la secta normativista nos impreca a emplear el castellano “culto”, lo que realmente quiere que hagamos es renunciar a uno de los aspectos más íntimos de nuestra identidad —nuestra lengua—, suplantándola por algo inorgánico, incoherente, artificial y ajeno. Si nos negamos, no sólo seremos objetos de miradas de desdén y comentarios ácidos, sino que también, con toda probabilidad, seremos víctimas de discriminación al postular a trabajos, acudir a servicios públicos, tratar con autoridades de todo tipo, e interactuar con los miembros de la ciudadanía que se han dejado seducir por la ideología normativista.

A través de este fraude, esta conflagración de razón con creencia ciega y de ciencia con superchería, el normativismo se ha hecho funcional a las estructuras de poder de la sociedad —que hoy en día son fundamentalmente económicas y políticas— en perjuicio de los hablantes. No sólo debemos adaptarnos a la organización social, las relaciones laborales y el sistema económico que se nos ha impuesto; además, los normativistas nos instan a adaptar la manera que tenemos de organizar y expresar nuestros más profundos sentimientos, deseos y gritos de protesta a la caprichosa aprobación del poder. De lo contrario, se nos tacha de ignorantes, de bárbaros, de incultos, o simplemente de rotos.

Con esta rotulación, entran a obrar las presiones sociales creadas por las elites del poder y administradas por los sacerdotes del normativismo, con el fin de asegurar que si no acatamos sus exigencias en el plano lingüístico, tampoco podremos construir un mínimo grado de autoestima, autoconfianza y seguridad —y para qué hablar de orgullo— en torno a nuestra propia lengua.

Al hacerse funcional a las estructuras de poder de la sociedad, el normativismo se margina del espíritu académico. Al decretar cómo debería ser —según quizás qué criterio arbitrario y delirante— su objeto de estudio, el normativismo se margina de la ciencia. Y al incurrir en la ingeniería social, en la violenta imposición de sus juicios de valor sobre el lenguaje, con el afán de hacernos cada vez más homogéneos (“la unidad de la lengua”), de hacernos cada vez más dependientes de ellos en nuestra vida lingüística (la cual afecta profundamente todo aspecto de la vida humana), y de quebrar nuestro espíritu de creatividad y soberanía lingüística (“nivelación hacia arriba”), el normativismo se margina de toda decencia.