Algo está pasando en la narrativa chilena. Algo que creo no había pasado nunca. Por aquí y por allá hay señales-libros que hablan de cosas que no se habían hablado. ¿Por qué en menos de 24 meses o algo así nos encontramos con las reconstrucciones de memoria y de la memoria de Maipú, Villa Alemana o El Sur? ¿Por qué en menos de 24 meses o algo así nos encontramos con reconstrucciones de memoria y de la memoria de los ochentas y de los noventas? ¿Por qué en menos de 24 meses o algo así estos libros han sido escritos todos por narradores que están en el final de la treintena? Quizá sería fácil hablar de “generación”, quizá sería fácil hablar de algo que se podría llamar “nuevo realismo”. Pero quiero ir un poco más allá de simplemente poner un rótulo. En todas estas obras percibo una honestidad y sensibilidad que está muy por sobre la simple idea de que se está gestando algo. Hay en ellos un ajuste de cuentas no solo con el pasado, sino que con la misma idea de narrar, de contar una historia. La narración me parece que es en ellos (tanto los libros como sus autores) un medio, no un fin. No veo ni en “Formas de volver a casa” ni en “Ruido” ni en “El Sur” ese aliento a veces desagradable que tienen las novelas por intentar ser novelas, de los libros por intentar ser libros. Zambra, Bisama y Villalobos (en estricto orden de publicación) tienen algo que contar, necesitan contar una historia, una historia que es verídica y que es un ejercicio de la memoria. No es que no haya oficio: lo hay y en exceso. Es que el oficio está puesto al servicio de un algo más amplio. Y no se trata aquí solo de un movimiento testimonial, o el rescate de una época. Hay en estos tres autores algo común que cambia el eje de lo que se venía haciendo en las letras nacionales desde hace quizá ya demasiado tiempo.  No sé bien como lector qué es ese algo más amplio, pero lo intuyo. Podría ser la recuperación de la provincia como el espacio del margen y de la sencillez, podría ser el eco en sordina de cierta forma de experimentar las cosas en la época en que fuimos todos niños hace ya veinticinco o treinta años. Pero me quedo corto, no alcanzo a verlo todo, me falta la suficiente sensibilidad como para alcanzar a entenderlo. Solo tengo certeza en esto de una cosa: las tres obras han resonado en mí, como lector, de una manera en que no han resonado obras anteriores. Las tres hablan de una cierta forma de ver las cosas, de sentir el pasado, de tratar de entender ese mundo que se va agrandando que toca un resorte profundo en mí como lector, que nos habla de nosotros mismos. La obra “El Sur” de Daniel Villalobos viene a completar el puzzle que Zambra y Bisama habían comenzado a armar, un puzzle de Chile, de sus raíces no tan lejanas, de las raíces que se nos están olvidando. No se trata de una fantasía nostálgica ni de un giro lárico, porque tiene ella (“El Sur”) el mismo nivel de cinismo (en el sentido recto de esa palabra, el antónimo de “hipocresía”) que las otras dos, o más. Completa el puzzle con una pieza extraña, una especie de comodín: la obra de Zambra transcurre en Maipú, la de Bisama en Villa Alemana, la de Villalobos en El Sur, no en una comuna en particular, sino que en un territorio mucho más vago e indefinido. Mientras las dos primeras hablan de ciertas calles, de ciertos cerros, de ciertas plazas, donde ocurrieron las experiencias infantiles, adolescentes y juveniles; en la tercera hay muchas calles, muchos cerros, muchas plazas. En las dos primeras el mapa de las obras está acotado, en la tercera es trashumante. Mientras emocionado leía los capítulos o viñetas de que se compone “El Sur”, me venía una y otra vez a la mente una escena de una película que vi hace veinte años exactos. Un hombre está en el techo de un edificio en Berlín Occidental. Y mira hacia el frente y dice: “así que hacia allá estaba Oriente”. Pero luego gira sobre sí mismo y se da cuenta de que Oriente también está hacia el otro lado, y hacia el otro y el otro. Y remata: “Oriente está en todas partes”. Yo siento que “El Sur” de Daniel Villalobos está en muchas partes. Pero me pasaría de patudo si pensara que está en todas. Esa sería una hiperbolización injusta y presumida. Hay lugares en que “El Sur” no está: ciertas zonas de Santiago, ciertas zonas del poder. Allí “El Sur” no está, y es bueno que así sea. Algo acaba de pasar en la literatura chilena y me parece que es bueno que haya pasado. Por quizá demasiado tiempo pensamos que escribir y leer eran actos elitistas, que debían tener un tono, un lenguaje, un mensaje que fuera alto y bello solamente. Al menos yo, creo que Daniel Villalobos viene a poner un nuevo clavo, y quizá uno de los últimos, en una cierta forma de hacer literatura en Chile. Veremos qué pasa a partir de ahora.