T odos los días, millones de personas en todo el planeta entran a SongPop desde Facebook o sus “smartphones” para competir con amigos, “friengers” (cuasi-amigos) y desconocidos en el juego de moda. De inmediato deben tomar una decisión fundamental: ¿en qué género o época musical combatirán?

 

La aplicación brinda decenas de opciones, desde “80’s Collection” a “Reggae”, pasando por “Classic rock”, “Les yéyés” o el “Axé”. Cada participante sabe que este es un momento clave del juego del año; lo que quizá no atisban es que en esa elección no solo definen un área musical de preferencia: están diciendo algo sobre sí mismos y sobre cómo funcionan sus cerebros.

Silbando desde el útero

Daniel Levitin escribió en 2008 un libro clásico sobre cerebro y música: “This is your brain on music”. En un capítulo muestra el hallazgo de que la música (al igual que el lenguaje) empieza a ser aprendida antes de nacer. Cuando los seres humanos cumplen las veinte semanas de gestación, su aparato auditivo ya se encuentra en pleno funcionamiento. Desde esa fecha perciben los sonidos ambientales a través del líquido amniótico: conversaciones, ruidos de la calle, la casa y el trabajo, y también música.

 

En un experimento muy ingenioso -dirigido por Alexandra Lamont y citado por Levitin- se les pidió a mujeres que escucharan regularmente durante su embarazo melodías específicas (que incluían piezas clásicas de Mozart, hits del momento como Backstreet Boys, o el reggae de UB40).

 

Tras el nacimiento, la investigadora les solicitó a las madres que evitaran dichas piezas sonoras por un año. Transcurrido ese periodo, para el primer cumpleaños de las guaguas se las llevó a una sala con dos parlantes: cuando miraban uno, emitía una música que podía ser la que había escuchado durante su gestación o bien una melodía de un género y características similares. Los niños y niñas rápidamente aprendían que mediante la dirección de la mirada a los parlantes activaban el tema musical.

 

¿El resultado? Los pequeños tendían a mirar más hacia el parlante cuando salía de él la melodía a la que habían sido expuestos más de un año antes. Aún no eran capaces de hablar, pero ya tenían preferencias musicales.

¿Tararear o mover la patita?

Dos de las principales características de la música son la melodía (sucesión de sonidos) y el ritmo (el tiempo que dura cada sonido y su sucesión). Tanto el mismo Levitin como Oliver Sacks -en su libro de 2007 “Musicophilia”- atienden a esta distinción. Por lo general, las melodías que nos gustan las tarareamos; los ritmos nos llevan a “mover la patita” o a golpear la “batería de aire” (“air battery”). ¿Qué favorece una u otra opción?

 

Parece ser que en términos de percepción, los diferentes géneros musicales se pueden dividir de manera muy gruesa entre rítmicos (como la percusiones de las batucadas, para no ir más lejos) y melódicos (como las sonoridades de la música barroca). Ellos son procesados en zonas diferentes del cerebro: en el cerebelo las percusiones y en el lóbulo temporal las secuencias de sonidos. Estudiosos como Ray Jackendoff han llegado a sostener que las melodías se procesan, sobre todo en músicos profesionales, en áreas similares a las del lenguaje: se escuchan frases musicales casi tal como se escuchan frases lingüísticas.

 

De esta manera se puede a su vez dividir a las personas de acuerdo a sus favoritismos musicales: aquellas que son más motrices -como los deportistas o los artistas plásticos- llenarán sus iPods de canciones rítmicas (salsa, “world music”); aquellas más lingüísticas -literatos, periodistas- preferirán canciones melódicas (baladas, música selecta).

 

Un corolario curioso es que, tal como reza la sabiduría popular, las personas que la rompen en el karaoke son pésimos bailarines, y quienes bailan como trompo no ven una cuando tienen que entonar un tema. Claro, a menos que uno sea Chayanne.

El descarado pirateo pop a la música clásica

Ostin Allegro mantienedesde hace años el notable sitio “Pop meets the classics”. Ahí lista con lujo de detalles canciones contemporáneas que literalmente han robado del repertorio de la música selecta ideas, melodías, pasajes para incorporarlos de contrabando en los “charts” actuales. ¿Ejemplos? “All by myself” de Eric Carmen, a partir de el “Concierto para piano número 2” de Rachmaninov; “Uptown girl” de Billy Joel, a partir del “Bolero” de Ravel, o “Tubthumping” de Chumbawamba, a partir de “Trumpet voluntary” de Clarke.El caso emblemático es, por supuesto, el Canon en Re de Johann Pachelbel (1680). Su pirateo es ya inconmensurable. Basta nombrar canciones como “Basket Case” de Green Day, “All Together Now” de The Farm, “Go West” de Pet Shop Boys o “Rain and Tears” de Aphrodite’s Child, para hacerse una idea.

¿Por qué pasa eso? Parece que la respuesta está en otra idea de la neurociencia: los “gusanos auditivos” (“earworms”), fragmentos de canciones que se repiten incesantemente en la memoria porque han sido elaboradas con tal maestría que se convierten en un cliché musical. Y los músicos clásicos ya eran especialistas en ello.


Los ganchos musicales más famosos de la historia

Los “earworms” se reproducen en el oído aun cuando no se esté escuchando realmente un tema, en una sección particular de la duración de una canción. ¿Cuál? Habitualmente la que los musicólogos denominan “gancho” (“hook”), segmento que suele repetirse y el que más se recuerda.

Algunos “hooks” clásicos (Burns, 1987) son:

La introducción de guitarra de “Sweet child o’mine” de Guns ‘n Roses (1987).


La introducción rítmica de “Get off of my cloud” de los Rolling Stones (1965).


La repetición monódica de una nota en “Mickey” de Toni Basil (1981).


La progresión musical llamada “I-IV-I-V-IV-I” en “Barbara Ann” de los Beach Boys (1965).


Uso de jerga o coloquialismos en “She loves you” (“yeah, yeah, yeah”) de los Beatles (1963).

Publicado originalmente en LUN Reportajes, 2012-08-19: Página 1, Página 2.