Esto lo escribí hace casi una década. Nunca se publicó. Es mi personal homenaje a Carmencita, la inigualable cantante del Bar Cinzano en Valpararíso, de quien hoy se cumplen cinco años de su desaparición.

RENACE EL CINZANO

Ubicado en la popa de la porteñísima Plaza Aníbal Pinto, un par de cuadras al sur y varios metros por encima de los restos del hundimiento del Catharina; desde el año del Señor de 1896, el Bar Restaurante Cinzano, ha visto precipitar por su frontis a cargadores de burros, vendedores de reinetas, guachimanes, contrabandistas, un par de inundaciones bíblicas y la más variopinta gama de tripulaciones de las más coloridas banderas y de las más diversas jerarquías. Abriendo eventualmente y con el transcurrir de las décadas cada vez con más acogimiento, sus puertas a los bohemios de turno y nocturnos.

Al decaer la vida de los boliches de antaño, de esos que se llamaban “private house”, y albergaban francesitas hechizas, “madams” que parlaban en francés para el deleite de la marinería del viejo mundo, de esos cuchitriles que se concentraban en la vereda boreal de la Matriz. Al decaer la vida de la vieja guardia de la bohemia panchista, esa del Roland Bar, del puñal y la escofina, del chuflay bien terremoteado y del apretón bien dado en cualquier vericueto del cerro o del plan. Al decaer, con la cada vez más escasa turistela de agua salada, todo lo que en el puerto era aderezo y embuchamiento de dólares o marcos o libras esterlinas para bien del bolsillo del cafishio de ocasión o del dueño de la boite, con su oferta de una noche de pasión y de ilusión; sólo fue de a poco quedando como último velero en naufragar este Cinzano, de la Plaza.

Así, cuando mediaban los ochenta del maléfico siglo XX, aparecieron sobre las tablas de este enésimo émulo valparaisino de la cubierta de un barco, unos personajes apotrados junto a un piano esquinero de utilería. Y bajo un fresco pintado por el “Charles Bronson chileno” comenzaron a entonar noche tras noche de feriado los temas del recuerdo, el tango, el valsesito, y el bolero, los inolvidables acordes olvidados de un Sebastián Piana o de una Lucha Reyes. Los nostálgicos de siempre y los más recientes nostálgicos de lo no vivido fueron corriéndose entonces la bola de boca en boca. Así la cocina se fue llenando de olor a fritanga imperecedera, al tiempo que las chorrillanas jugosas y “bundantes” se iban apilando en las mesas flanquedas por botellas de tintolio y algún debilucho que no se podía ya la cabeza entre tanta hidromiel, entre tanta ambrosía, y dormía el sueño de la mona. Los garzones, vestidos como debe hacerlo todo garzón chileno que se precie: de negro y blanco enhumitado; al ritmo de la provincia, pero también con su inevitabilidad, cerraban el decorado oreados por esos ventiladores de peluquería vieja, esos que ventilan e iluminan como si no les bastara una cosa, entre ires y venires equilibrando vajilla y cristalería; mientras en la esquina Manuel Fuentealba negaba por decimonónica vez realizar su interpretación de Balada para un Loco, y Luis Barrera se pegaba su transitiva pestañeada acunando su acordobandoneón Honner, y José Pollito González pulsaba en su sintetizador el silbido de un pajarillo o en su defecto la melodía regalona de los músicos de local: “te-ne-mos seeed”.

Así mutatis mutandis a lo largo de la noche el Trío Tango de marras y el otro trío, el que encabezaba Carmencita Corena también con el Pollito y con Benjamín Campos embebido en su eléctrica guitarra, armonizaban la vida y daban vida a Valparaíso como esas escenas de película antigua que siempre parecen presentes y siempre siguen siendo antiguas. Venían turistas de agua dulce, buscadores de ese “Puerto que se fue”, nostálgicos de lo no vivido como ya dije, un par de fotos por aquí, un tarareo chapuceado de algún tango del Zorzal Criollo por allá, dos chorrillanas, tres dos estrellas, un par de comentarios por lo bajo, suma y sigue.

Recuerdo que las últimas veces que fui al Cinzano me llamó la atención lo decaídos que estaban los artistas, la Carmen Corena ya casi no cantaba y en su turno otorgaba, sin la cicatería de antes, el micrófono a cualquiera que amagara querer interpretar alguna cosita. Apoyada en un tabique seguía sin ánimo la actuación del eventual intérprete y luego se iba a sentar tan sola como antes, más sola que antes, “mascando una pena que no se tragaba y repitiendo una palabra que no decía”. Manuel Fuentealba por su lado con el micrófono en posición de baja guardia hacía hora esperando que alguien le pidiera un tanguito que lo activase, y a veces pasaban varios minutos sin que se animara a arremeter con su dos por cuatro. El Cinzano de esos fines del milenio pasado parecía ahora ya claramente una vela que se extinguía o una luz que se apagaba. “¿Y cuando se mueran estos viejos qué va a ser de nosotros?”, me inquiría un amigo, y yo me le encogía de hombros.

Creo que pocos notaban este cambio de actitud, este entregarse sin pelea. Los tangos de ese parlante anacrónico seguían sonando, las chorrillanas humeando, y los mozos avanzando a paso lento, pero seguro, sobre la cubierta. El romanticismo seguía vivo y coleando, mientras los artistas se nos iban muriendo de a poco, sin que en realidad nos importara mucho.

Hasta que Roberto Lindl, antiguo bajista de Los Tres, presentó un proyecto al Fondart, para rescatar estas voces en un CD, y lo ganó. Entonces hace una o dos quincenas fui otra vez al Cinzano, y me encontré con otro mundo. Fuentealba ya no estaba sólo, sino que hacía dupla con Alberto Palacios, su antecesor en el local, y se despachaban una Muñeca Brava que sacaba aplausos del mismo Cadícamo bajo tierra. Los músicos de sesión (Campos, Barrera y González) interactuaban, chanzaban, reían con el público. La Carmencita había rescatado sus mejores atavíos de quizá qué baúl y le ponía una tinca nunca vista con un humor tampoco nunca visto. El Cinzano en sepia, ese del fracaso enfrascado que íbamos antes a ver, movidos quizá por qué sadismo inconfesable, había sido de improviso reemplazado por otro que estaba más vivo que todo el puerto bohemio de los años dorados. Los puristas de siempre, los que se acercan al “bajo mundo” como se va a visitar un pueblo de postal, esperando que nada cambie, que la vida sea un museo, no gustarán de este cambalache. El Cinzano ahora además se va a llenar de gente que “no entiende esto de la bohemia y llega por onda o moda”. Entonces me repito algo que me dijo una vez un amigo, “es cierto que esto era muy romántico, pero, también eran los dientes picados, y el olvido y el fracaso”.

Gracias entonces a Carmen a Manuel y a Alberto, a Luis a José y a Benjamín, y gracias también al joven Roberto; que nos han recordado una vez más lo que decía una y otra vez Jorge Teillier, que la verdadera nostalgia es la nostalgia del futuro, y que los más bellos recuerdos son los recuerdos del presente.

Ricardo Martínez