Acabo de ver un video que simplemente me voló la cabeza en media docena de niveles. Es una producción de ISI, la base de datos científica, que en 1967 muestra a su creador, Eugene Garfield explicando como funciona el sistema de citaciones que manejaba ya para entonces la compañía.

Más que comentar el video, quiero explicar por qué es tan significativo lo que acabo de ver, de manera más narrativa que de costumbre.

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Buscando el paper maravilloso

Viajemos en el tiempo a los años ochenta o los primeros noventa en cualquier facultad de humanidades en Chile. Imagínese que usted es un estudiante de último año y está preparando su tesis, ese documento de un centenar de páginas que le habilitará para ingresar al mundo del trabajo o para seguir estudios de postgrado. Está convencido de que su tema DEBE ser la literatura de José Donoso.

Su profesor guía le ha dado ciertas orientaciones y usted tiene que ir a la biblioteca. Curiosamente, aunque es una facultad de humanidades, realmente no hay tantos libros en la biblioteca, por lo que para iniciar su trabajo usted volverá sobre los mismos libros de Heidegger o de Foucault que han hecho las delicias de grandes y chicos, y acumulan un enorme número de líneas en las bibliografías de muchas tesis que se han escrito antes o se escribirán después.

Pero imaginemos, por un momento, que usted no la quiere sacar tan fácil, y está obsesionado con encontrar los textos que de manera más clara contengan discusiones relevantes del tema que va a buscar: usted prefiere otro camino que el simple “citar al maestro” (magíster dixit), y está dispuesto a quemarse las pestañas hasta dar con el “libro maravilloso” que le iluminará y orientará en su investigación.

¿Cómo podrá usted hallar aquel libro maravilloso?

La primera idea es asomarse al cárdex que se llama “Materia”, un armatoste de fierro ya medio venido a menos por los años, el trajín y el herrumbre, y que siempre se encuentra junto con los cárdex de “Autor” y “Título” en su biblioteca amiga. Este cárdex, mucho menos popular que los dos primeros, es una fuente inagotable de información, porque en él se le facilita a usted la pega: si busca “José Donoso” en él, se encontrará con las fichas de todos los libros de su biblioteca que tratan del autor chileno. Y lo otro será coser y cantar: bastará llenar la ficha de préstamo, pedir esos libros, leerlos y voilá, la pega estará bastante avanzada.

Lamentablemente para nuestro héroe, en este caso, usted, solo hay tres libros que aparecen en las fichas de “Materia” y cuyo contenido versa sobre Donoso. Después de sacarlos y leerlos, se da cuenta de que dos de ellos citan a Donoso en un contexto más amplio que el que usted necesita, y que, si bien usted podrá ponerlos en la bibliografía, lo más probable es que no los use mucho. Ahora usted está sentado solo, con estos tres libros sobre las piernas, y muchas ganas de llorar… no ha hallado aquel “libro maravilloso”.

Una solución que le sopla su profesor guía es ir a otra universidad y repetir la operación. Total, para eso mismo es que se ha inventado el “préstamo interbibliotecario”. Sin embargo, luego de un paseo por Santiago sobre algunas de esas micros de todos los colores que llevan un cangrejo luminoso de palanca de cambios y stickers con leyendas como “Permuto lola de 40 por dos de 20”, sigue sin éxito en su empresa.

La base de datos del futuro

Problemas similares al de nuestro estudiante de humanidades, en este caso, usted, les ocurrían a estudiantes de psicología, física o geografía. Siempre era lo mismo: no podían encontrar el “libro maravilloso”. ¿No hubiera sido bueno que existiera una base de datos de todos los libros escritos sobre un tema en específico, independientemente de si las bibliotecas los tuvieran o no?

Esa idea ya se le había ocurrido a algún genio en el siglo XIX y se llamó el Shepard’s Citations. La idea era simple, los suches de Shepard se dedicaban a indexar todos los casos legales en que se citaba otro caso legal y así un abogado podía rápidamente ver quiénes habían trabajado sobre una determinada materia, en tiempo récord y sin tener que traquetear en micro.

Para mediados del siglo XX se hizo claro que el mismo sistema podía usarse para desfacer entuertos de estudiantes universitarios de último año en apuros (o sus profesores) y empezaron a circular listas de papers por todos los Estados Unidos, que era uno de los países en que estos problemas eran más significativos. Papers y no libros, porque los papers tenían contenidos más acotados e iban directo al grano, no como Heidegger y Foucault que podían en últimos términos, ser citados para cualquier cosa.

Pero acá apareció, entonces, un nuevo problema: ¿cómo ayudar de verdad al estudiante en apuros sin tirarle sobre la cabeza algo parecido a la guía de teléfonos, por el número inusitado de citas que podían finalmente así hallarse?

Samuel Bradford, descubrió una extraordinaria solución, a la que llamó la “Ley de Bradford”: “en cualquier área del conocimiento, los papers claves se escriben en unas pocas revistas, estos son los papers que luego se citan o se comentan en el área”. ¿Cuáles eran estas revistas? A menudo Science y Nature y unas cuantas más, llegando a unas 400 para el 90% de las citaciones en Ciencias, según cuenta el mismo Eugene Garfield en la película de 1967 que inspira este artículo. Sí, seguro que está sospechando que la Ley de Bradford es solo otra versión de la Ley de Pareto o de la Ley de Zipf. Y sí, así mesmito es.

Pero, todavía podía hacerse mejor el trabajo de ayuda al estudiante (o profesor) en apuros y es aquí donde entra en escena nuestro héroe, Eugene Garfield. Garfield que tenía un flamante y reciente PhD en lingüística aunque en origen había estudiado química (siguiendo el lema de “primero tengamos química, luego lingüística, 1313”), ideó la brillante idea de asignarles puntaje a los papers según cuántas veces habían sido citados en los años posteriores, el “índice de impacto”. Así podía el estudiante apesadumbrado distinguir los papers que finalmente se habían vuelto importantes para su área, de los que no. Esta idea, Garfield se la guachipeó a Vannevar Bush de su famoso artículo de 1945 “As We May Think”, donde indicaba que la moneda de cambio en el mundo de las ciencias debía ser llamado el “memex”.

Garfield entonces construyó desde inicios de los sesentas un verdadero imperio, el Institute for Scientific Information (ISI), que tenía como pega base documentar todo lo que apareciera en esas casi 400 revistas, y hacer los links con otros textos, para orientar a los investigadores.

El producto estrella de Garfield y sus adláteres era el Science Citation Index (SCI) que simplemente consistía en una guía en modo de libro de esas casi 400 revistas, actualizada semana a semana con todos los textos que se habían publicado en ellas, no solo papers.

Un estudiante (o profesor) podía ir a esos libros y buscar, por ejemplo, qué se había publicado en los journals más citados de química, en 1969. Y luego podía llenar una ficha y enviarla por correo a los headquarters de ISI para que le enviaran por correo una separata. De hecho, si el estudiante (o profesor) estaba muy urgido por conseguir un paper de la lista hasta podía llamar por teléfono al 215/923-0460 de Philadelphia en Pennsylvania (el “llame ya de la ciencia”) y pedir un envío express. Diligentes secretarias de la empresa buscarían el paper en sus archivos y por la friolera de 2 dólares en pocos días estaría el “paper maravilloso” en sus manos.

Una idea genial que cae en malas manos

Euguene Garfield se hizo multimillonario con esta simple idea que buscaba desfacer el entuerto del estudiante universitario en apuros y le sacó el jugo creando nuevos servicios, como el “Permuterm”, un sistema en que uno buscaba no un tema, sino dos temas al mismo tiempo; por ejemplo, en qué papers aparecen simultáneamente y de manera importante los conceptos de “percolado” y “cacao”.

O el ASCA, un modelo de seguimiento que permitía que el ahora profesor, pagando un fee anual, recibiera un listado de todos los papers que citaban a otro (a menudo el suyo mismo). El profe llenaba un formulario, lo enviaba a ISI en Philadelphia y las diligentes secretarias se dedicaban a enviarle los detalles de lo que necesitara de ahí en adelante.

ISI amplió su cobertura expandiendo año tras año su índice, mejorando sus mecanismos de indexación e incorporando índices para las Ciencias Sociales y las Humanidades (aunque en estas últimas, el modelo de la Ley de Bradford no resultó y no se encontró un equivalente a Nature o Science); pero lo que los hizo más populares fue el “Impact Factor”, el sistema por el cual podían detectar cuáles eran las revistas clave en cada área del conocimiento según el promedio de citas anuales por artículo que recibieran.

Este índice se volvió tan popular que, cuando la Universidad de Jiao Tong en Shanghai inventó el “Academic Ranking of World Universities (ARWU)”, se basó principalmente en él para rankear a las instutuciones de educación superior a lo largo del mundo en 2003. Esta idea luego fue copiada por los otros dos rankings importantes de universidades, el QS y el THE.

Del mismo modo, la “Comisión Nacional de Acreditación” de la educación superior en Chile (que entró en régimen en 2004) considera como uno de sus indicadores esenciales el “Impacto de la investigación a nivel nacional e internacional” que, como es obvio, se basa en el “Impact Factor”.

De este modo, un sistema que fue creado en origen para ayudar al estudiante universitario en apuros (o su profesor) simplificándole la vida al hacerle más fácil el acceso al conocimiento, se cooptó para rankear universidades, programas y hasta a los mismos profesores, olvidándose el sentido noble y de emprendimiento que tuvo en sus inicios.

Se convirtió en la piedra angular de la universidad moderna.