Steven Pinker, estemos de acuerdo con sus teorías o no, es uno de los divulgadores de la Ciencia Cognitiva contemporánea mas importantes en la actualidad. Una de sus virtudes es la claridad con la que expone sobre los diversos temas que ha abordado, de forma amena e informativa (y eso es algo que se echa muchísimo de menos cuando se viene de un área como la filosofía).

Tanto en la Filosofía de la mente como en la Psicología, la Conciencia (no confundir con la Conciencia Moral: en Inglés existe la distinción entre Consciouness y Conscience que no existe en castellano) es una “papita caliente”: existen múltiples teorías sobre el qué es, dónde está, cómo funciona, e incluso si es posible acceder a ella a través de algún método directo o indirecto para estudiarla o no. A modo de ejemplo, sólo una cita:

“Consciousness is all the rage just now. It boasts new journals of its very own, from which learned articles overflow. Neuropsychologists snap its picture (in colour) with fMRI machines, and probe with needles for its seat in the brain. At all seasons, and on many continents, interdisciplinary conferences about consciousness draw together bizarre motleys that include philosophers, psychologists, phenomenologists, brain scientists, MDs, computer scientists, the Dalai Lama, novelists, neurologists, graphic artists, priests, gurus and (always) people who used to do physics. Institutes of consciousness studies are bountifully subsidised. Meticulous distinctions are drawn between the merely conscious and the consciously available; and between each of these and the preconscious, the unconscious, the subconscious, the informationally encapsulated and the introspectable. There is no end of consciousness gossip on Tuesdays in the science section of the New York Times. Periodically, Nobel laureates pronounce on the connections between consciousness and evolution, quantum mechanics, information theory, complexity theory, chaos theory and the activity of neural nets. Everybody gives lectures about consciousness to everybody else. But for all that, nothing has been ascertained with respect to the problem that everybody worries about most: what philosophers have come to call ‘the hard problem’. The hard problem is this: it is widely supposed that the world is made entirely of mere matter, but how could mere matter be conscious? How, in particular, could a couple of pounds of grey tissue have experiences?…”

(Jerry Fodor, “Headaches have themselves” – LRB.co.uk)

 

Mientras preparaba un curso sobre Ciencia, tecnología y Sociedad por allá por el 2007, tropecé con este artículo en la revista Time, el cual decidí traducir para entregarselo a mis alumnos. Revisando documentos viejos, lo encontré, y lo comparto con ustedes. Buen provecho

 

EL MISTERIO DE LA CONCIENCIA

por Steven Pinker [1]

Publicado en la revista Time el 19 de Enero del 2007.

La joven mujer había sobrevivido, a duras apenas, el accidente automovilístico. Durante los cinco meses que siguieron a la destrucción de partes de su cerebro, ella podía abrir los ojos, pero no respondía a sonidos, estímulos visuales ni a pinchazos. En la jerga de la neurobiología, se determinó que ella estaba en un estado vegetativo persistente. En el mucho más cruel lenguaje cotidiano, ella era un vegetal.

Así que imagínese el asombro de los científicos belgas y británicos cuando ellos escanearon su cerebro usando una MRI (resonancia magnética) que detecta el flujo sanguíneo en las partes activas del cerebro. Cuando ellos decían oraciones, las partes involucradas en el procesamiento del lenguaje se iluminaban. Cuando le pedían que se imaginara visitando las habitaciones de su casa, las partes involucradas en el reconocimiento de lugares y en la navegación espacial se alborotaban. Y cuando le pedían que se imaginara a si misma jugando tenis, las regiones que controlan el movimiento se activaban también. De hecho, los resultados de sus exámenes eran apenas diferentes de aquellos realizados en pacientes sanos. La mujer, así parece, tenía destellos de conciencia.

Trate de comprender el cómo es el ser esa mujer. ¿Aprecia usted las palabras y cuidados de su preocupada familia mientras acumula la frustración que significa el no poder responderles y hacerles saber que usted se da cuenta? ¿O flota usted en la niebla, volviendo a la vida con un pensamiento concreto cuando oye una voz, para luego volver al vacío? Y si pudiéramos vivir esta experiencia, ¿preferiríamos vivir así o preferiríamos la muerte? Y si estas preguntas tienen respuesta, ¿cambiarían nuestras políticas hacia los pacientes irresponsivos – haciendo que el caso de Terri Schiavo luzca como un juego de niños?

El reporte de este inusual caso, en septiembre del 2006, fue el último impacto de un nuevo campo de investigación, la ciencia de la conciencia. Preguntas que alguna vez estuvieron confinadas a la investigación teológica y a las trasnochadas conversaciones filosóficas de dormitorio, ahora están en la avanzada de la neurociencia cognitiva. Con algunos problemas, se ha llegado a cierto consenso. Con otros problemas, la perplejidad es tan profunda que es posible que nunca se resuelvan. Algunas de nuestras convicciones mas profundas sobre la condición humana se han visto sacudidas.

No debería sorprendernos el que la investigación sobre la conciencia sea a la vez excitante y perturbadora. Ningún otro tema es así. Como René Descartes lo afirmó, la existencia de nuestra propia conciencia es la cosa más indudable. Las grandes religiones la ubican en un alma que sobrevive a la muerte del cuerpo, para irse al cielo o unirse con una mente global. Para cada uno de nosotros, la conciencia es la vida misma, ésa la razón por la que Woody Allen decía “…yo no quiero lograr la inmortalidad a través de mi trabajo. Quiero lograrla evitando morir”. Y la convicción de que otras personas puedan sufrir o moverse como cada uno de nosotros lo hace es la esencia de la empatía y el fundamento de la moralidad.

Para lograr progresos científicos en un tema tan enredado como es la conciencia es necesario deshacerse de algunas ilusiones y prejuicios. Seguramente, la conciencia no depende del lenguaje. Los bebés, muchos animales, y los pacientes que han perdido el habla debido a daño cerebral no son robots insensibles; ellos tienen reacciones como las nuestras, que indican que alguien se encuentra en casa. La conciencia tampoco debe igualarse a la percepción uno mismo. A veces podemos “perdernos” en la música, el ejercicio, o el placer de los sentidos, pero eso es algo muy diferente de ser noqueado.

LOS PROBLEMAS “FÁCILES” Y “DIFÍCILES”

Lo que tenemos no es un problema acerca de la conciencia, sino que dos, a los cuales el filósofo David Chalmers ha llamado el Problema Fácil y el Problema Difícil. El considerar al primero como fácil es un chiste interno: es fácil en el mismo sentido que curar el cáncer o enviar alguien a Marte es fácil. Es decir, los científicos saben más o menos que buscar, y contando con la suficiente paciencia, trabajo y financiamiento, probablemente podrán resolverlo durante este siglo.

¿Que es exactamente el Problema Fácil? Es aquel que Freud hizo famoso, la diferencia entre los pensamientos conscientes y los pensamientos inconscientes. Algunos tipos de información en el cerebro -como las superficies enfrente de usted, sus sueños lúcidos, sus planes para el día, sus placeres y sus molestias- son conscientes. Usted puede considerarlas, discutirlas, y dejar que guíen su conducta. Otros tipos de información, como el control de su ritmo cardiaco, las reglas que ordenan las palabras mientras que usted habla, y la secuencia de contracciones musculares que le permiten sostener un lápiz, son inconscientes. Deben estar en algún lugar del cerebro porque sin ellos usted no podría caminar, hablar ni ver, pero esta información está aislada de sus circuitos de planificación y razonamiento, y no puede decir nada sobre ellas. El Problema Fácil es, entonces, el distinguir entre la computación mental consciente de la inconsciente, identificar sus correlatos en el cerebro, y explicar el por qué evolucionaron.

El Problema Difícil, por otro lado, es el porqué el tener un proceso consciente en la cabeza se siente así como se siente -el porqué existe una “primera persona”, una experiencia subjetiva. Una cosa verde no sólo luce distinta de una cosa roja y nos recuerda de otras cosas verdes y nos hace pensar “eso es verde” (el problema fácil), sino que también realmente luce verde: produce una experiencia pura e indescriptible de “verde” que no se puede reducir a ninguna otra cosa. Así como cuando a Louis Armstrong le pidieron que definiera el qué es el jazz, y respondió: “Si tienes que preguntarle a alguien qué es el Jazz, entonces no lo sabrás nunca”.

El Problema Difícil es el explicar como la experiencia subjetiva surge de la computación neuronal. El problema es difícil porque nadie sabe a qué debiera parecerse una solución, o incluso si es que se trata de una pregunta científica genuina. Y no es sorprendente el que todo el mundo esté de acuerdo en que la respuesta al Problema Difícil (en el caso que sea un problema) sigue siendo un misterio.

Aunque ninguno de estos problemas ha sido resuelto, los neurocientistas están de acuerdo en muchas características de ambos, y la característica que los científicos encuentran menos controvertida es la que mucha gente fuera de el campo de la investigación científica considera la más chocante. Francis Crick la llama “la hipótesis perpleja” -la idea de que nuestros pensamientos, sensaciones, alegrías y dolores consisten única y exclusivamente en la actividad fisiológica de los tejidos del cerebro. La conciencia no reside en un alma etérea que usa al cerebro como si fuera un computador portátil: la conciencia es la actividad del cerebro.

EL CEREBRO COMO UNA MÁQUINA

Los científicos han exorcizado al “fantasma de la máquina” no porque sean unos aguafiestas mecanicistas, sino porque han reunido evidencias para afirmar que cada aspecto de la conciencia puede ser ligado al funcionamiento del cerebro. Haciendo uso de la fMRI (resonancia magnética funcional), los neurocientistas cognitivos pueden casi leer los pensamientos de la gente a partir de los patrones de flujo sanguíneo en sus cerebros. Por ejemplo, ellos pueden distinguir si una persona está pensando en una cara o en un lugar, o si la imagen que una persona está observando es de una botella o de un zapato.

La conciencia también puede ser “empujada” a través de manipulaciones físicas. La estimulación eléctrica del cerebro durante una cirugía puede hacer que una persona tenga alucinaciones que son indistinguibles de la realidad, tales como oír una canción en el cuarto o creer que se está en un cumpleaños infantil. Los químicos que afectan al cerebro, como la cafeína, el alcohol, los antidepresivos y el LSD, pueden alterar profundamente la forma en que las personas piensan, ven y sienten. Si en una cirugía se corta el cuerpo calloso, separando los hemisferios cerebrales (un tratamiento para la epilepsia), la conciencia se divide dentro de la cabeza, como si el alma se pudiese cortar en dos con un cuchillo.

Y cuando la actividad fisiológica del cerebro desaparece, hasta donde sabemos, la conciencia de la persona deja de existir. Los intentos de contactar a las almas de los muertos (cosa que algunos científicos serios buscaban hace más de un siglo) resultaron ser solamente trucos de magia baratos, y las experiencias cercanas a la muerte no son los testimonios de una alma que se separa de el cuerpo, sino que son síntomas del agotamiento del oxígeno en los ojos y el cerebro. El mes de septiembre recién pasado, un equipo de neurocientistas suizos reportó que podían generar experiencias extra-corporales en pacientes, estimulando la parte del cerebro en la cual convergen las sensaciones visuales y corporales.

LA ILUSIÓN DEL CONTROL

Otra alarmante conclusión de la ciencia de la conciencia es que esa sensación intuitiva que tenemos, de que existe un “yo” ejecutivo que se sienta en el centro de control del cerebro, observando las pantallas de nuestros sentidos y presionando los botones de nuestros músculos, es una ilusión. Resulta ser que la conciencia consiste en un torbellino de eventos distribuidos a lo largo y ancho del cerebro. Estos eventos compiten por atención, y en la medida que un proceso se destaca más que otros, el cerebro racionaliza los resultados después del suceso y confecciona la impresión de que un “yo” único estuvo a cargo todo el tiempo.

Consideremos los famosos experimentos sobre las disonancias cognitivas. Cuando un experimentador hace que gente deba soportar descargas eléctricas en un experimento simulado de aprendizaje, aquellos a los que se les dio una buena razón (“esto ayudará a los científicos a entender mejor el aprendizaje”) consideraron que los choques eran más dolorosos que aquellos a los que se les dio una razón débil (“tenemos curiosidad”). Presumiblemente, esto se debe a que el segundo grupo debe haber sentido que era tonto sufrir sin una buena razón. Sin embargo cuando a estas personas se les preguntó el porqué estuvieron de acuerdo en que se les sometiera a choques eléctricos, ellos ofrecieron explicaciones inventadas con toda sinceridad, como por ejemplo “a mí me gusta experimentar con aparatos eléctricos y estoy acostumbrado a esos choques”.

No sólo nuestras decisiones en circunstancias inciertas son racionalizadas, sino que también la textura de nuestra experiencia inmediata. Todos sentimos que somos conscientes de un mundo rico y detallado enfrente de nuestros ojos. Sin embargo, fuera del centro de nuestra mirada, nuestra visión es sorprendentemente imprecisa. Tan sólo intente mantener su mano unos pocos centímetros alejado del centro de su campo visual y trate de contar sus dedos. Si alguien removiera o reinsertara un objeto cada vez que usted parpadea (cosa que los experimentadores pueden simular mostrándole dos o más imágenes en una secuencia rápida), usted difícilmente podría notar el cambio. Usualmente, nuestros ojos saltan de lugar en lugar, enfocándose en aquellos objetos en los que ponemos atención en la medida que lo necesitemos. Esto nos engaña y nos induce a pensar que nuestro campo visual completo es sumamente detallado –un ejemplo del cómo sobreestimamos el alcance y el poder de nuestra propia conciencia.

Nuestra autoría de nuestras acciones voluntarias también puede ser una ilusión, el resultado de el notar que existe una correlación entre lo que decidimos y el como se mueve nuestro cuerpo. El psicólogo Dan Wegner ha estudiado el juego en el cual un sujeto se sienta frente un espejo mientras alguien detrás de él extiende sus brazos por debajo de sus axilas y los mueve de modo tal que pareciera que el sujeto sentado está moviendo sus propios brazos. Si la persona oye una grabación en la que se le ordena al sujeto de atrás el como moverse (saludar, tocar la nariz del sujeto y así sucesivamente), el sujeto puede llegar a sentir que efectivamente esta controlando los brazos.

La imagen sobrevalorada que el cerebro tiene de si misma se despliega aún mas dramáticamente en las condiciones neurológicas en las cuales las partes sanas del cerebro tienen que “explicar” las decisiones de las partes dañadas (las que son invisibles para el Yo porque forman parte del Yo). Por ejemplo, un paciente es incapaz de sentir la fuerte sensación de reconocimiento cuando ve a su esposa, pero al reconocer que luce y actúa igual que ella, deduce que en realidad ella es una impostora asombrosamente bien entrenada. Una paciente que cree que está en su casa, a quien se le muestra el ascensor del hospital, replica sin dudar un instante “usted no me creería lo caro que costó el instalarlo”.

¿Por qué existe la conciencia, por lo menos en el sentido del Problema Fácil, en el cual algunos tipos de información son accesibles y otros se encuentran escondidos? Una de las razones es la sobrecarga de información. Tal como una persona hoy en día puede ser sobrepasada por la enorme cantidad de información proveniente de los medios electrónicos, los circuitos de toma de decisiones dentro del cerebro se empantanarían si cada pequeña sensación y movimiento muscular que se registra en algún lugar del cerebro fueran ingresados a la conciencia constantemente. En vez de eso, nuestra memoria de trabajo y nuestro foco atencional reciben resúmenes ejecutivos de los eventos y estados cuya actualización es más relevante para comprender el entorno que nos rodea y tratar de decidir que hacer en el momento. El psicólogo cognitivo Bernard Baars explica la conciencia como si fuera un pizarrón global en el cual los procesos cerebrales publican sus resultados y monitorean los resultados de otros procesos.

CREER NUESTRAS PROPIAS MENTIRAS

Una segunda razón por la que la información es parcialmente aislada de nuestra conciencia es por motivos estratégicos. El biólogo evolucionista Robert Trivers ha notado que las personas tienen buenos motivos para venderse a si mismos como agentes racionales, bienintencionados, eficientes y competentes. El mejor propagandista es aquel que se cree sus propias mentiras, asegurándose que no hace notar su engaño a través de tics nerviosos o contradiciéndose. Quizás el cerebro se formó de modo tal que mantiene los datos comprometedores lejos de los procesos concientes que controlan nuestra interacción con las personas. Al mismo tiempo, mantiene los datos cerca en procesos inconscientes para evitar que la persona se aleje demasiado o pierda contacto con la realidad.

¿Qué pasa con el cerebro mismo? Usted podría preguntarse cómo los científicos pudieron siquiera comenzar a encontrar el lugar de la conciencia en el cerebro, en medio del griterío de los cien billones de neuronas. El truco consiste en observar cuales zonas del cerebro cambian cuando la conciencia de una persona salta de una experiencia a otra. En una técnica de estudio llamada “rivalidad binocular”, se le presentan franjas verticales al ojo izquierdo y franjas horizontales al ojo derecho. Ambos ojos “compiten” por la conciencia y la atención, y la persona ve alternativamente franjas verticales u horizontales, sucesivamente, por intervalos de segundos.

Una forma poco sofisticada de experimentar ese efecto en usted mismo es mirar con un ojo a través de un tubo de cartón a una pared blanca, mientras que mira su mano con el otro ojo. Al cabo de unos pocos segundos, debería aparecer un agujero blanco en su mano, y luego desaparecer, y luego reaparecer.

Los simios también experimentan la rivalidad binocular. Ellos pueden aprender a presionar un botón cada vez que su percepción cambia, mientras sus cerebros están conectados a electrodos que registran cualquier cambio en la actividad cerebral. El neurocientista Nikos Logothetis encontró que las zonas de procesamiento visual primarias en la parte posterior del cerebro casi no cambiaban cuando se producían cambios en la conciencia de los monos. Sin embargo, si cambiaba una zona que se encuentra mucho más “adentro” en la vía de procesamiento, la que registra los objetos y las formas coherentes que la conciencia del mono monitorea. Ahora, eso no significa que ese es el lugar exacto, en la zona inferior del cerebro, donde está la pantalla de TV en la que reside la conciencia. Lo que esto significa, de acuerdo a la teoría de Francis Crick y su colaborador Christof Koch, es que la conciencia reside solo en las partes “altas” del cerebro que están conectadas a los centros emocionales y de toma de decisiones, tal como uno lo esperaría a partir de la metáfora del pizarrón.

ONDAS CEREBRALES

La conciencia puede ser rastreada no sólo espacialmente, sino que también temporalmente. Desde hace mucho tiempo los neurocientistas saben que la conciencia depende o se correlaciona con ciertas frecuencias de oscilación en el electroencefalograma (EEG). Estas ondas cerebrales consisten en ciclos de activación entre la corteza (la superficie arrugada del cerebro) y el tálamo (el grupo de terminales nerviosas ubicado en el centro, que sirven como estaciones de relevo de input y output). Las ondas largas, lentas y regulares son señal de un estado coma, de anestesia profunda, o de un dormir sin sueños; las ondas más pequeñas, rápidas e intermitentes corresponden al estar despierto y alerta. Estas ondas no son como el zumbido inútil de un aparato ruidoso sino que pueden permitir a la conciencia hacer su trabajo en el cerebro. Ellas podrían unir la actividad de áreas repartidas en el cerebro (una para el color, otra para la forma, y una tercera para el movimiento) en una experiencia consciente y coherente, un poco como los trasmisores y receptores de radio sintonizados en la misma frecuencia. Seguramente, cuando dos patrones visuales compiten por la atención de la conciencia en un despliegue de rivalidad binocular, las neuronas que representan la información del ojo que está “ganando” la competencia oscilan en sincronía, mientras que aquellas que representan al ojo suprimido quedan de-sincronizadas.

Los neurocientistas están bien encaminados hacia la identificación de los correlatos neuronales de la conciencia, una parte del Problema Fácil. Pero, ¿que pasa con el explicar el cómo estos eventos causan la conciencia en el sentido de la experiencia interna o subjetiva – el Problema Difícil?

ABORDANDO EL PROBLEMA DIFÍCIL

Para apreciar la dificultad del problema difícil, considere el cómo podría usted saber si usted ve los colores del mismo modo que los veo yo. Seguro, tanto usted como yo decimos que el pasto es verde, pero quizás usted ve el pasto y las otras cosas verdes como si tuvieran el color que yo, si estuviera en sus zapatos, describiría como morado. O imagínese que pudiera existir un verdadero zombie – un ser que luce y se comporta exactamente como usted o como yo, pero en el cual no hay una conciencia o un yo sintiendo nada. Esa es la premisa en el argumento de un episodio de la serie “Star Trek”, en el cual unos oficiales querían desentrañar el diseño del Teniente Data[2], y surgió un furioso debate sobre si lo que pretendían hacer era sólo desmantelar una máquina, o descuartizar a un ser vivo inteligente.

Nadie sabe qué hacer con el Problema Difícil. Algunos ven este problema como una oportunidad de volver a introducir al alma, pero hacer esto es sólo cambiarle el nombre al problema, cambiando de “el misterio de la conciencia” a “el misterio de el alma” – un juego de palabras que no nos aporta en nada.

Muchos filósofos, como Daniel Dennett, niegan que el Problema Difícil exista. Especular sobre zombies y colores invertidos es, ellos dicen, una pérdida de tiempo, porque nada puede servir como evidencia decisiva en esos casos. Cualquier cosa que se pueda hacer para entender la conciencia –como el encontrar qué longitudes de onda hacen que las personas vean el color verde, o qué tan similar es con el azul, o a qué emociones ellos asocian el color- se reduce a procesamiento de información en el cerebro y por lo mismo es arrastrado de vuelta hacia el problema fácil, sin dejar nada más que explicar. Mucha gente reacciona con incredulidad ante este argumento, porque pareciera que este niega la existencia del hecho más fundamental e indudable: nuestra propia experiencia.

La actitud hacia el Problema Difícil que es más popular entre los neurocientistas es el afirmar que este permanece sin resolver, pero que eventualmente el problema va a sucumbir ante la investigación que trata de resolver el Problema Fácil. Otros son escépticos respecto a este alegre optimismo porque ninguna de las soluciones al Problema Fácil nos lleva siquiera cerca de resolver el Problema Difícil. El identificar la conciencia con la fisiología del cerebro es un tipo de “chauvinismo carnal” que negaría dogmáticamente la posesión de una conciencia al Teniente Data tan sólo porque carece del blando tejido cerebral humano. Identificar la conciencia con el procesamiento de información sería ir demasiado lejos en el otro sentido, e implicaría atribuirle un tipo simple de conciencia a las calculadoras, los relojes y a los termostatos –un salto que la mayoría de las personas encuentra difícil de digerir. Algunos librepensadores, como el matemático Roger Penrose, sugieren que la respuesta podría ser encontrada en la mecánica cuántica. Para mi gusto, esto es algo así como expresar la sensación de que la mecánica cuántica es extraña, y la conciencia es extraña, así que tal vez la mecánica cuántica puede explicar la conciencia.

E incluso tenemos la teoría defendida por el filósofo Colin McGinn, que nuestro vértigo al considerar el Problema Difícil es en si mismo un hábito extraño de nuestro cerebro. El cerebro es un producto de la evolución, y del mismo modo que los cerebros animales tienen sus limitaciones, nosotros tenemos las nuestras. Nuestros cerebros no pueden mantener en la memoria cientos de números, no podemos visualizar o imaginar un espacio de siete dimensiones, y quizás no podemos comprender intuitivamente el porqué el procesamiento de información neuronal mirado desde afuera debe dar origen a la experiencia subjetiva desde dentro. Esa es mi apuesta, aunque tengo que admitir que quizás esa teoría será demolida cuando un genio que aún no ha nacido –un Darwin o un Einstein de la conciencia- nos proporcione una idea nueva, sobrecogedora e impresionante, que repentinamente nos aclare todo.

Sea cual sea la solución o soluciones para los problemas Fácil y Difícil, pocos científicos dudan que la conciencia se ubique fuera de la actividad del cerebro. Para muchas personas fuera del ámbito de la ciencia, esta es una posibilidad aterradora. No solo elimina la esperanza de que podamos sobrevivir a la muerte de nuestros cuerpos, sino que también parece minar la noción de que somos agentes libres y responsables de nuestras decisiones –no solo en esta vida sino que en la otra. En su ensayo “Perdón, pero tu alma se murió”, Tom Wolfe expresa su preocupación de que cuando la ciencia destruya la noción de alma, “el carnaval espeluznante que sobrevendrá, hará que la frase ‘el eclipse total de todos los valores’ se quede corta”.

HACIA UNA NUEVA MORALIDAD

Mi visión personal es que esto es exactamente al revés: la biología de la conciencia provee una fundamentación moral mucho más sensata que el dogma improbable de la existencia de un alma inmortal. El entender la fisiología de la conciencia no sólo permitirá reducir el sufrimiento humano a través de nuevos tratamientos para el dolor y la depresión. Este entendimiento puede también obligarnos a reconocer los intereses de las otras personas –la base de la moral.

Toda persona que haya estudiado un poco de filosofía sabe que nada puede obligarme a creer que nadie tiene una conciencia excepto yo. Esta posibilidad de negar que otras personas tengan sentimientos no sólo es un ejercicio académico, sino que es un vicio demasiado común, cosa que podemos ver en la larga historia de la crueldad humana. Sin embargo, una vez que asumimos que nuestra propia conciencia es un producto de nuestro cerebro, y que las demás personas tienen cerebros como nosotros, la negación de la capacidad de sentir de las otras personas se vuelve absurda. “¿Acaso un judío no tiene ojos?” preguntaba Shylock en El Mercader de Venecia. La pregunta hoy en día es mas precisa: ¿Acaso un judío –o un árabe, o un africano, o un bebé, o un perro- no tiene corteza cerebral y tálamo? El hecho innegable de que estamos hechos de la misma carne hace imposible el negar nuestra capacidad común de sufrir.

Y después de todo, la doctrina de que existe una “otra vida” no es una idea tan positiva o esperanzadora, porque necesariamente le resta valor a la vida acá en la tierra. Sólo recordemos quienes son las personas más famosas en nuestra memoria reciente que actuaron esperando una recompensa en la otra vida: los terroristas que secuestraron y estrellaron los aviones el 11 de septiembre.

Piense, además, el porqué nos recordamos que “la vida es corta”. Es el ímpetu de entregarle un gesto de cariño a un ser amado, el hacer las paces en una disputa sin sentido, el usar el tiempo productivamente en vez de desperdiciarlo. Yo afirmaría que nada le da más propósito y sentido a la vida que el darse cuenta que cada momento de conciencia es un regalo, precioso y frágil.

 

NOTAS:
[1] Steven Pinker es profesor de psicología en la Universidad de Harvard, y es el autor de los libros El Instinto del Lenguaje, Como Funciona La Mente y La Tabula Rasa. Su sitio oficial es http://pinker.wjh.harvard.edu/about/index.html
Traducción al español por Remis Ramos C. Destinada sólo para el uso académico.

[2] En el original en inglés se habla de “ingeniería reversa”, o el acto de deducir el diseño a partir del producto terminado, como quien desarma un teléfono para averiguar como funciona. El teniente Data es un androide, un ser artificial que exhibe la mayoría de las características que tiene un ser humano, y que forma parte de la tripulación de la nave Enterprise (N. del T.)