Hurgueteando hace poco en Memoria Chilena –sin duda, una de las más importantes iniciativas culturales de las últimas dos décadas– me topé con una verdadera joya del normativismo criollo, que lleva el rimbombante título de Correcciones lexicográficas sobre la lengua castellana en Chile, seguidas de varios apéndices importantes; dispuestas por órden alfabético y dedicadas a la instrucción primaria.
Este opúsculo, publicado en 1860 por Valentín Gormaz, tiene la misma finalidad que toda obra prescriptivista: convencerles a los hablantes de que no saben hablar su propia lengua materna. La advertencia que da inicio al libro es franca al respecto: “En cuanto al objeto de esta obra, nuestro propósito ha sido… indicar solo lo malo que se habla o escribe”. Ninguna sorpresa ahí: existe toda una industria muy lucrativa que genera, cultiva y explota económicamente la inseguridad lingüística para beneficio propio (y ¡puchas que mandan a los cabros del colegio a disertar sobre el tema!).
Lo que sí puede resultar sorprendente es lo que Gormaz decreta que se debe o no decir. Es de esperar que la lengua cambie a lo largo del tiempo –pese, precisamente, a los mayores esfuerzos del normativismo–, pero aún así, muchas de sus recomendaciones resultan inconcebibles para el hablante actual. Acá salimos del ámbito de “lo correcto” y “lo incorrecto”, de “lo bueno” y “lo malo”, y entramos a…
¡Cállate, abigotado hocicudo, o te lanzo debajo de la locomotiva!
“Se dice mal bigotudo“, nos informa Gormaz; “debe decirse abigotado“. Lo mismo pasa con hocicón y locomotora: las formas correctas serían hocicudo y locomotiva (aquí, es de suponer que don Valentín se dejó influenciar –o influir, para los puristas– excesivamente por el barbarismo al recomendar locomotiva, calco del inglés locomotive).
Aún más sorprendente resulta lo que el autor dice sobre el género gramatical de algunas palabras. “El hambre no existe. Debe decirse la hambre“. Lo mismo con el chinche, el sartén y el pintamonos: las formas correctas serían la chinche, la sartén y la pintamonas.
Y para qué hablar de vicios idiomáticos tales como ramada, refinamiento, fondero, sedoso, médula, mordisquear y sopaipilla. Si todos sabemos que cuando la gente culta va a las enramadas se comporta con refinadura, desconfía del fondista, mantiene el pelo sedeño, no chupa la medula (sí, sin tilde y con acento grave) de los huesos, mosdisca (con s) las mañosuras, y por ningún motivo admite que le gustan las sopaipas.
Pero eso no es todo. Gormaz asevera que no se deben usar las palabras novelista, budín, benefactor, jacarandá, pastoso y quincallería; lo correcto, nos informa, es novelador, pudín, bienhechor, palisandro, herboso y quinquillería.
Pero quizás lo más curioso de esta obra es lo que dice sobre determinados gentilicios: según don Valentín, los habitantes de Chile no son chilenos sino chileños, con ñ, mientras que las personas que viven en Santiago no son santiaguinos sino santiagueces.
Esta última curiosidad probablemente se debe al tradicional euroservilismo que se manifiesta con frecuencia en todo lo relacionado con el castellano: santiagués es el demónimo de los gallegos que viven en Santiago de Compostela; en algún momento, se le ocurrió a alguien –Gormaz u otro– que si así se llaman los habitantes del Santiago español, así también deben llamarse los habitantes de las demás ciudades que llevan el nombre de Santiago [1].
El destino de lo arbitrario
Los dictámenes de Gormaz desconcertarían a cualquier hablante actual. Parece que se refiere a otro idioma, al castellano que se hablaría en el planeta Htrae de Bizarro, por ejemplo. El título de esta columna, que se apega estrictamente a las recomendaciones consignadas en Correcciones lexicográficas, probablemente produciría un cortocircuito en la mente de un estudiante de la básica: “La hambre que pasan los santiagueces y demás chileños en las enramadas se debe a la falta de refinadura de los fondistas”.
Sin embargo, en la época de Gormaz debe haber existido por lo menos un reducido sector de la sociedad que consideraba que así había que hablar. Que palabras como teleta (por papel secante) o retortijón (por retorcijón) eran ejemplos de la pulcritud lingüística. Que la gente “culta” debía gritar vete en vez de ándate, que debía decir adestramos (lo cual probablemente sería considerado agramatical hoy en día) en vez de adiestramos.
La extrañeza que causa Correcciones lexicográficas hoy por hoy no se debe a ninguna falencia particular de su autor, sino a la naturaleza misma de su temática: las arbitrariedades, caprichos y prejuicios, que son la materia prima del normativismo, simplemente no envejecen con dignidad.
Este mismo destino les espera ineludiblemente a los que pretenden decirnos cómo hablar en el siglo XXI.
Parte II: Aunque obviamente no sirve para “hablar bien”, el libro de don Valentín sí proporciona un retrato muy interesante de cómo se hablaba en Chile hace siglo y medio. En el próximo número de ¡Usted sí lo dice!, vamos a ver algunos de los fenómenos lingüísticos de aquel entonces que se dejan entrever en esta obra. ¡Léelo ya!
[1] Dato freak:
Santiago de Chile => santiaguino
Santiago de Compostela (España) => santiagués
Santiago de Cuba => santiaguero
Santiago de la Espada (España) => santiagueño
Santiago del Estero (Argentina) => santiagueño
Santiago de los Caballeros (República Dominicana) => santiaguense
Santiago de Panamá => santiagueño
5 comments
Emiliano Navarrete says:
Jun 8, 2011
¡Bravo! Excelso, sublime.
Me encantó.
El cofre de tesoro de Valentín Gormaz | TerceraCultura.cl says:
Jun 12, 2011
[…] el último número de ¡Usted sí lo dice!, vimos la obra maestra de don Valentín Gormaz, un curioso librillo […]
jjatria says:
Jun 14, 2011
notable. yo no me habría esperado ver tantas diferencias!
ahora que la otra parte está en efecto subida, se le podría poner un enlace que vaya de este posteo al siguiente, para arrear a las almas más despistadas.
Scott Sadowsky says:
Jun 14, 2011
¡Listoco!
Felipe Mora says:
Jul 20, 2011
Lo de la hambre me hace lógica si pensamos en la calor, que de paso está tan desprestigiada hoy en día.