Cuando en el 2007 Steven Pinker lanzó su libro The Stuff of Thought: Language As a Window Into Human Nature dedicó un capítulo completo al ponerle nombre a las personas (What’s in a name). En él, el psicólogo canadiense consideraba derribar algunos mitos sobre el asunto.
La idea clave es la siguiente:
Nombrar a una guagua es la única oportunidad de mayoría de la gente de elegir cómo algo va a ser llamado.
Pinker (2007:281)
Por esa razón, las discusiones y peleas de las parejas por los nombres de los hijos superan incluso a la elección de la decoración de su pieza o el colegio. La mayoría de las personas, aunque sea inconcientemente, reconoce en el nombre de bautismo una de sus tareas esenciales en la vida.
Pinker propone que, a diferencia de lo que el sentido común puede soplar, los nombres de los peques no salen de la nada. Cada familia puede creer que su Millaray o Krishna es única; hasta que llegan a buscarla al jardín infantil y las tías le preguntan: “¿Es la Millaray Sanhueza o la Millaray Domínguez?”. En realidad estas palabras obedecen a tendencias: si una persona se llama Rosa, lo más probable es que tenga unos sesenta años, y cerca de cuarenta si se llama Carolina, y probablemente menos de diez si Mía.
Del mismo modo, las tendencias curiosamente no obedecen a reflejos de la irrupción de grandes estrellas de la farándula:
No existe una campaña publicitaria patrocinada por la ANR, la Asociación Nacional de Rebecas– ni mucho menos un esfuerzo para degradar los que prefieren un competidor. El ascenso de Rebeca y la disminución de otros nombres no es lo mismo que la intensa competencia entre Pepsi y Coca-Cola. Ni Wal-Mart ni Neiman Marcus están promoviendo el nombre como parte del conjunto de moda para una hija recién nacida. Y no hay descuento de fábrica para el nombramiento de su hija Rebeca.
Pinker (2007:313)
En efecto, Stanley Liberson muestra en A Matter of Taste, que, por ejemplo, el nombre Marilyn ya estaba en decadencia cuando a Norma Jeane Baker lo adoptó como mote artístico en 1946. Y en Chile, si bien hay ahora algunas Jhendelyn o Maura más que antes, el nombre no alcanza los primeros lugares del ranking (maldita sea!).
Intruseando en la Internet acabamos de chocar con una nueva revista de ciencias cognitivas, la TopiCS, editada por la Cognitive Science Society desde 2009. En su primer volumen hemos dado con un fascinante artículo de Gureckis & Goldstone (2009) intitulado How You Named Your Child: Understanding the Relationship Between Individual Decision Making and Collective Outcomes. Para un papá que ha osado llamar a sus hijos Carlota y Pelayo, el tema de los nombres de los cabros chicos es todo un tema. Las preguntas son varias, y aquí hay algunas respuestas.
Los nombres evolucionan en tendencias
La razón es la misma de otras tendencias sociales, el status. En uno de los modelos más aceptados se propone que existen algunas personas que son asignadas por el resto como poseedoras de estatus (normalmente las clases más acomodadas), cuando ellas toman una decisión, esta es copiada por quienes quieren tener estatus (los aspiracionales) y en esta copia se borra la diferencia (véase el caso de los barrios de moda, como Suecia en los noventas). Pero, al ser “cazados” por los seguidores, los marcadores de estatus (trendsetters) deben volver a diferenciarse, a menudo acentuando la opción (por ejemplo, alargando aún más las faldas de las mujeres). A la larga, la exageración de la opción llega a un callejón sin salida, y lo único que queda es invertir la tendencia, o evolucionar por un recorrido absolutamente nuevo. Es este último el caso de los nombres: no hay manera de exajerar la sebastianidad de los hijos Sebastián, por lo que se deben elegir otros nombres. Obsérvese el gráfico siguiente para captar lo anterior:
Las tendencias se pueden predecir
Como ya indicamos, los nombres propios de personas no salen de la nada, y si bien hay excepciones como los hijos de Bob Geldof que se llaman Little Pixie, Fifi Trixibelle y Peaches Honeyblossom, o los de Frank Zappa: Moon Unit (Estación Lunar), Dweezil, Ahmet y Diva Muffin; la mayoría selecciona nombres de un pool limitado y conocido. Gureckis & Goldstone (2009:658-659) aventuran que la racionalidad de la tendencia es la siguiente: si un nombre va al alza en un periodo, lo más probable es que vaya a la baja en el siguiente. Los autores descubren en su análisis de 130 años de nominaciones según la United States Social Security Administration (SSA) que este principio ha prevalecido, pero que en los últimos años la regla se invierte: hoy es más probable que un nombre de moda siga de moda en aumento. A este proceso lo llaman el momentum. Si revisamos la evolución de los nombres de niñitas de la última década (que generosamente publica el Registro Civil chileno), todo se esclarece.
Siempre me ha parecido curioso que los dos nombres que lideran el ranking sean transversales a las clases sociales de nuestro país: se pueden encontrar Catalinas y Javieras en todos lados. Lo más probable es que esto se deba a que ambos nombres son históricos: Javiera Carrera y Catalina de los Ríos y Lisperguer. Por otro lado, la idea del momentum se aprecia con claridad en los dos nombres (italianizantes) de mayor crecimiento en la década pasada: Martina y Antonella.
PS: Ah, como bonus track, la desopilante columna de Felipe Pumarino, “Hola, me llamo Jhemdenlein“.