por Juan Pablo Vilches P.
Piñera está logrando el milagro de bajar la figura presidencial a nivel del suelo y contribuir de esa manera a tener un país un poco más democrático.
Antes de ser conocido por formular la teoría realista de las relaciones internacionales, Hans Morgenthau fue niño, como todos nosotros. Su padre era un médico que ejercía en la ciudad alemana de Coburgo, al cual acompañaba en sus visitas a los pacientes moribundos a causa de la tuberculosis. El mal, incurable en aquel entonces, mataba como moscas a los obreros, quienes en su lecho de muerte pedían al médico que pusiera en sus manos El manifiesto comunista en vez de la Biblia. Al hijo del médico le tocó ver más de una vez cómo los familiares y el propio galeno hacían lo imposible para que el sacerdote no se diera cuenta de la sustitución. Es que eso era efectivamente, una sustitución: el reconocimiento de que una ideología política en particular tenía el poder de devolver la esperanza a una vida de explotación y miseria, y que la esperanza ofrecida por el marxismo parecía mucho más fecunda que su acepción como virtud teologal. Cuando las condiciones políticas y económicas llevan a los pueblos a la desesperación, no es de extrañar vuelquen su esperanza al cambio radical de los regímenes políticos y económicos, y tampoco lo es que sus líderes sean comparados con los portadores de la revelación religiosa.
Lo que se ha llamado majaderamente y hasta el cliché como el fin de las ideologías podría traducirse como el fin de la sustitución de lo religioso por las expresiones más abruptas y carismáticas y de la evolución política. Pero otras formas de sustitución siguen existiendo, sólo que en una versión menos abrupta y más cotidiana; más “protestante”, por decirlo de alguna manera. La fe en el progreso, entendido como la acción continua y libre del mercado y de su despliegue como generador de riqueza, puede ser igual de supersticiosa e irracional que la creencia en la parusía marxista, pero no por eso es menos imprescindible para el sostenimiento del orden actual. ¿Será la fe en el progreso la que impide que los pasajeros del Metro se amotinen en las horas punta? ¿Será la fe en que el orden que perjudica y maltrata cotidianamente a la mayoría de los chilenos algún día dejará de hacerlo?
En parte sí, pero la espera se hace más soportable si se tiene la sensación de que se hace algo: se trabaja y se resiste por un lado, se juega al Kino y al Loto, por el otro. En general, la mera fe en el progreso hace tiempo que dejó de despertar pasiones realmente fuertes, al menos en un sentido proactivo. Sí parece aflorar como una reacción cuando hay cuestionamientos radicales y potencialmente peligrosos al consenso universal, y su respuesta suele ser muy virulenta: los descerebrados que se mofan del joven anarquista que perdió sus manos y la vista tras un atentado fallido se comportan como inquisidores ante la herejía de que alguien quiera destruir riqueza en vez de robársela y “surgir” con ella. La funcionaria que trata de “hippies de mierda” a los opositores a una termoeléctrica hace las veces del profeta furibundo ante quienes se oponen al bienamado progreso. Si somos bien pensados.
Dicho esto, ¿dentro de qué categoría podría caber la veneración a Sebastián Piñera que expresan estas columnas?
No se habla aquí de una nueva idea que equivale a la “buena nueva”. No se habla aquí del inexorable progreso que nos bendecirá si contamos la virtud de la paciencia y alguna otra más. Se habla aquí de un hombre y del grupo de hombres y mujeres que lo acompañan, y las metáforas usadas no aluden a lo divino sino a versiones potenciadas de lo que los humanos hacen y son: superhéroes y grandes máquinas. Seres con más energía, entendida ésta como la capacidad de realizar un trabajo. No hablaremos de lo que dice la columna ni de lo que omite respecto de las sucesivas muestras de incompetencia que tienen a este país en un inusitado estado de crispación. Sí hablaremos de por qué los columnistas valorarían tanto la capacidad de trabajo sin preocuparse de si ese trabajo está cumpliendo los fines de la política; en otras palabras, de por qué una supuesta eficiencia parece importarles más que la eficacia.
El capitalismo es antes que nada un sistema legitimador de adicciones. Su motor principal es la adicción a ganar dinero, la que sólo puede ser posible si convive con la adicción a gastarlo en otras adicciones: adicción a las drogas legales e ilegales; adicción a la adrenalina; adicción al sexo; adicción a la propia apariencia; adicción al juego; adicción a la comida (rápida o gourmet). La adicción a ganar dinero legitima y da sentido a todas las demás, y los adictos a ganar dinero suelen recibir una consideración y un trato especial no sólo porque convierten nuestras adicciones en riquezas que devuelven a la circulación sino porque con su actuar nos convencen de que no vale la pena pensar demasiado y que más es siempre mejor.
El actual inquilino de la Moneda es un fiel representante de esa especie, no uno particularmente creativo ni emprendedor sino más bien un especulador que compra barato y vende caro; dotado de un olfato y una brillantez tal vez análogos a los de Warren Buffett si no fuera por los reiterados juicios en Chile y en el extranjero que hacen sospechar que no juega limpio. Que hace trampa. Su adicción, y esto a los columnistas apologistas parece no importarles, se ha expresado en la terca reticencia a vender sus empresas, cuya propiedad es derechamente incompatible con el cargo de presidente. Como un drogadicto que no quiere dejar la droga o, peor aún, como un capitalista que quiere usar el poder político para reducir los costos de transacción del mercado en el que opera para ganar más dinero cuando vuelva a los negocios. Si Piñera hubiera querido nada más que coronar su exitosa carrera consagrándose al servicio público (y lograr que su ego sobreviva a su cuerpo en la forma de una estatua), habría vendido sus empresas antes de marzo de 2010. Si no lo hizo es porque sus motivaciones eran otras. Y se notó.
Los apologistas tampoco parecen preocupados por el hecho de que a Piñera no se le cree. Y no hablamos de la credibilidad que le permite a Claudia Conserva, por ejemplo, prestar su rostro para la campaña de una multitienda. Hablamos de fe pública, de autonomía de las instituciones, de transparencia de los procedimientos. Los admiradores de Piñera tal vez minimicen la importancia de la credibilidad porque en el mundo de los negocios “el interés no miente”, pero para el cargo político más importante de una república como la nuestra, un presidente no creíble es un fardo pesado que arrastra consigo a la institución de la presidencia y del poder ejecutivo en general. Y un gobierno no creíble atraerá sobre sí los golpes, empujones y piedrazos de los hastiados que recurren erradamente a la violencia porque las opciones presentadas por las autoridades son tan poco creíbles como las autoridades mismas.
Los partidarios de Piñera enumeran las cosas hechas y las cosas anunciadas por su gobierno en un amasijo eterno y monocorde, pero parecen olvidar dos cosas: la primera es que la Concertación tuvo su único acierto en lo que lleva fuera de la Moneda al acuñar el término de “la letra chica”, la trampa como costumbre ya asociada a Piñera por su actuar en los negocios. La segunda es que no importa cuántos logros pasados, presentes y futuros enumere, la mayor parte de la ciudadanía no le cree y punto.
Ya mucho se ha hablado de la personalidad narcisista de Piñera, siempre tan ávida de tenerlo y ganarlo todo, la que multiplica antipáticamente los efectos adversos de su ya aludida adicción al dinero por su adicción a la atención. El resultado son las conocidas Piñericosas, esos furcios ridículos y evitables con que Piñera demuestra que nunca absorbió lo que Joseph Conrad llamó el sentido del mando, eso que sintió el joven capitán de un barco el día en que ingresó a la cabina desde donde muchos otros comandaron antes que él. Y que lo obligó a cambiar.
Tal vez la desastrosa coyuntura política (porque la economía parece marchar relativamente bien) atempere en parte la tendencia de Piñera al protagonismo falsamente natural y lo haga cambiar. Más le vale, si no quiere que el descrédito de su propia persona termine manchando la casi sagrada figura del Presidente de Chile; logrando involuntariamente y con su propio cargo lo que, según Stephen Frears, Tony Blair hizo con la realeza tras la muerte de Lady D.
Esto que muchos podrían considerar una desgracia, es en verdad una tremenda oportunidad para la libertad de expresión. Después de siglos de temor reverente a esta figura mayestática, heredera sucesivamente de dios, el papa y el rey –y cuyas principales actualizaciones en los últimos años paradojalmente vinieron con los presidentes de izquierda, Allende y Lagos–, Piñera está logrando el milagro de bajar la figura presidencial a nivel del suelo y contribuir de esa manera a tener un país un poco más democrático. Los apologistas del presidente no enumeran este aspecto entre sus logros. Deberían.
15 comments
Felipe Morales says:
Jun 8, 2011
Muy interesante la columna, creo que concuerdo totalmente con ud. cuando plantea que ésta es probablemente una oportunidad histórica para desmitificar la figura del presidente de la república, cuyo simbolismo fue directamente traspasado por las primeras autoridades de la república desde la figura misma del rey. Considero que si las cosas siguen dándose tan favorablemente (y sí, para mi esta situación es ampliamente favorable) el paso histórico inexorable será la construcción de un nuevo orden político constitucional, esperamos eso sí que éste ahora (y de una vez por todas) sea realmente construido de manera democrática, aunque (y sin ser necesariamente alarmistas) igualmente se debe estar atento hacia los intentos de la oligarquía por apropiarse de la fuerza de éstos movimientos ciudadanos, no basta sólo con la fuerza que éstos puedan crear por sí mismos para derrocar el ordenamiento establecido. Esperemos eso sí que esta figura no vuelva a ser alzada, siempre he tenido la convicción de que los presidencialismos son malos para una república verdaderamente democrática.
Ahora bien, hay un punto en el que no concuerdo con ud. y tiene que ver con lo “errado” de la violencia. Siempre he tendio la sensación de que la violencia es inevitable, quizás podamos cuestionar la legitimidad de la violencia callejera, pero tengo la impresión de que terminar con la hegemonía del poder que tiene una figura como el presidente de la república y que representa los intereses y “forma” de entender la actividad política de un grupo determinado en el país , constituirá necesariamente un acto de violencia contra ellos aunque ésto se haga de manera democrática. Será contra la tradición, la aristocracia y el modelo mismo que ellos han construido en favor de un proyecto “humanizador”, pero aún así puede ser entendido de manera violenta por ellos mismos y, por la naturaleza misma del cambio que se lleve eventualmente a cabo.
corrales says:
Jun 8, 2011
Piñera es de la misma raza de Bono Vox. FUCK!
guillermo says:
Jun 8, 2011
Buenísima columna. ¿Quién es su autor? (No el nombre, sino a qué se dedica)
Ricardo Martinez says:
Jun 8, 2011
Es cientista político; editor de Harvard Business Review.
MM says:
Jun 8, 2011
Muy interesante. El gobierno ya ha bajado no sólo la figura presidencial sino también la de los ministros y funcionarios de gobierno, al poner la barra en que cualquiera puede participar mientras no haya sido condenado por delitos, sin importar si sus actos anteriores han sido reñidos con la ética o la fe pública.
Esto tiene que servir para darnos cuenta de una vez por todas que una investidura política no convierte a un tipo mediocre en un tipo capaz, ni a un deshonesto en honesto. Aún existe en Chile esa concepción bastante retrógrada de que los políticos representan la mejor calidad humana del país. Basta recordar que el actual presidente fue procesado por lo del Banco de Talca y sancionado por evitar usar información privilegiada, y que el actual presidente del Senado también fue sancionado por uso de recursos fiscales para fines particulares.
En resumen, el “prestigio” de los políticos como como requisito para un cargo ya tiene el límite bastante bajo, no haber sido condenado por un delito (que por lo demás es obvio, pues la mayoría de los delitos contemplan como sanción el perder el derecho a optar a cargos públicos). Es la ingenuidad propia de la mayoría lo que en parte mantiene a la clase política como un conjunto de “iluminados” o si se quiere, “superhéroes”. Es bueno que nos demos cuenta de una vez por todas que es indispensable para una sana democracia perderle el respeto a gente que se lo ha ganado más por la investidura de su cargo que por sus propios actos.
Carlos says:
Jun 8, 2011
Es interesante la tesis de que un individuo poco dotado para el liderazgo político genere, como efecto involuntario, una profundización de la democracia y un empoderamiento de la sociedad civil. No olvidemos que, precisamente, la función política de la Concertación era desmovilizarla e imponer la razón tecnocrática en decisiones macroeconómicas, energías, etc. Gran Columna
guillermo says:
Jun 8, 2011
Me sorprende que sea editor de HBR. Me rompe prejuicios. Eso diré.
Gonzao, TUE_TUE, Soundwave y/o Visho says:
Jun 8, 2011
Que interesante conclusión la que dejaste al final de esta tema, por algo malo siempre hay algo bueno o ¿no?, bueno no se como aportar en este tema tal vez con una pregunta, ya que si se esta destruyendo la imagen del presidente, ¿Qué otra imagen la remplazará? Tal vez sea el famoso poder del pueblo o otra cosa, pero al parecer es algo que se repite en la humanidad se destruye algo para remplazar por algo mejor y así sucesivamente, como si nunca estuviéramos conforme con un sistema (sin importar que sea político o teológico ). En fin eso es mi aporte espero que estés bien saludos
Jorge says:
Jun 8, 2011
Excelente columna.
Concuerdo en que -aún indirectamente- contribuye a derribar el mito monárquico de la divinidad de los gobernantes (aún vigente y arraigado en la generalidad de los ciudadanos) y sobre todo a derribar todos los apelativos que de ello se deriva, “gobierno de los mejores”, “vanguardia revolucionaria”, “líder supremo”, “comandante de la revolución”, “salvador de la patria”, etc.
El mito es duro de roer. Ya hubo una oportunidad antes cuando la Ilustración trato de poner fin al derecho divino y con ello al absolutismo monárquico. Lamentablemente no se le puso fin del todo, y surgió un nuevo dios, el Estado, mediante el cual terminaron con Napoleón como emperador.
Ahora se cuestiona el excesivo poder de los gobernantes, lo que coincide con una especie de nueva ilustración, que viene de la mano de las redes sociales.
susana basis Merino says:
Jun 8, 2011
nada mas que decir que excelente’¡¡
Eduardo Barriga says:
Jun 9, 2011
Como de costumbre regalando nuevas ideas y ampliandonos el horizonte de la discusión política, gran columna
Felicitaciones
maldonado says:
Jun 9, 2011
No creo que sólo haya que bajar la figura presidencial a nivel del suelo para contribuir a tener un país un poco más democrático, sino más bien liquidar la idea ilustrada que hay detrás: el liderazgo. Claro, porque aquí se puede caer en la recurrente tentación escapista de cortarle la cabeza al rey, pero dejar en pie la monarquía, con sus maquillajes modernos de todo tipo. El liderazgo es una patología, tanto en su versión máxima (Lagos), como en su versión mínima (Piñera). Separado de la circunstancia, expresa y acotada que le da vida, es una cualidad cargada de autoritarismo y autoveneración, que desequilibra al sujeto, impidiéndole la posible conquista de una reciprocidad en sus relaciones. El líder, junto al héroe, al santo y al genio forman así la tetralogía del terror en la historia, mucho más perjudiciales que benéficos. De ahí, al culto de la personalidad y el caudillismo no hay más que un paso, como se ve exactamente graficado en las dos columnas que nos regala el autor.
Por supuesto, hay que reconocer que es imposible proceder con el liderazgo tal cual como el “hombre listo” del que habla Marx en la Ideología Alemana, quien pensaba que eliminando la idea de gravedad en los sujetos, estos dejarían de hundirse en el agua. Las instituciones que lo amparan deben liquidarse igualmente, o tranformarse profundamente, para no sonar como un jacobino trasnochado. Y en eso, la mano involuntaria que nos brinda Piñera, muy a su pesar, es de una importancia inestimable.
Daniel Rodríguez M says:
Jun 12, 2011
Bien dicho, que Piñera siga así no más, para que desprestigie más a la clase de personas que nos tiene pagando extra en todo y se lleva toda la plata a su mansión.
Espero que los votantes no cometan el mismo error 2 veces … porque…
Si te pagan poco y tenis que pagar hasta por estacionarte en la calle.. la derecha no te sirve de nada..
Juan Carlos Vegas says:
Jul 18, 2011
Su excelencia los sabe. Cada uno de sus ministros y partidarios lo saben. Los más o menos informados lo sabemos, también. Y hasta este pueblo nuestro, veleidoso y flaite en demasía, lo sabe: la derecha chilena ha sirvido históricamente para muchas cosas, menos para crear igualdad, promover la equidad social, ni para mirar a los que están fuera de sus cerrados circulos de poder, como a iguales. Y desde allí se pueden hacer muchs negocios, pero nunca patria.
#lodimosvuelta: cómo David vence a Goliat | TerceraCultura.cl says:
May 11, 2012
[…] al Bulla y en especial a Sampaoli, recuerdo vivamente cuando JP supo de que el trasandino llegaría a la U: “lo van a pasar bien con este entrenador, es un loco, […]