A veces hay que rendirse ante la genialidad… y solo nos queda syndicar. Esta es una de esas ocasiones. Mr. Berm, para Revista Litio (original acá) se ha mandado un texto de antología sobre uno de nuestros temas favoritos: las picás. Acá va.

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Todo citadino de clase económica no-alta que se precie de tal sabe de picadas, esos sucuchos sin lujo que nos salvan la tripa cuando el apetito es grande y la caja chica más bien escueta.

Probablemente asalten su imaginación el carrito completero de los bajones, la chichería de viejos a punto de derrumbarse producto del propio polvo acumulado, o la fuente de soda donde iba a comprar droga. Pero si no ha visitado las cocinerías de la Vega Chica, usted no sabe.

Unos trescientos metros al norte del Mercado Central, donde la gringada angustiada reduce langostas de Juan Fernández a escombros en cosa de minutos, cruzando el río de popó que nos recuerda que no somos París (pero lo intentamos), y atravesando la protovega Tirso de Molina (por estos días en remodelación para hacerla parecer mall) se alza el galpón donde cada día repone energías buena parte de los trabajadores del sector de la Vega Central.

Se trata de una red de galerías compuesta por cuatro paralelas interconectadas, casi todos los locales son cocinerías. Si entra por Antonia López de Bello encontrará cuatro entradas. Llama la atención entre los quioscos del exterior un señor que vende pollos y patos muy pequeños (inevitable “Aaaaaawww…”); si lo piensa, podría estar a punto de comerse a la mamá de los polluelos. Por Artesanos hay dos entradas y lo primero que se advierte es el intenso olor que emana de las vitrinas de las carnicerías; contenga la respiración y camine estoicamente. El camino al Parnassus es escarpado

En cuestión de segundos estaremos sumergidos en otro universo sensorial: voces, sonidos de loza, aromas y muchos letreros acompañarán nuestro camino. Deje a la intuición la elección del local: ninguno será malo. Ninguno. Si no va en la hora punta (entre 13:00 y 14:00), las meseras estarán en el pasillo intentando capturarlo recitándole el menú cantadito y de memoria cual mantra de seducción. Sonría y siga caminando. Si es necesario, ponga cara de póquer mientras recorre la galería con los ojos. Cuando haya decidido, convénzase de que ha entrado al lugar indicado y prepare el diente.

La apocalíptica vista del segundo nivel del galpón (desde el comedor)

En la Vega Chica el espacio se optimiza al máximo. Los pasillos son estrechos, las mesas y sillas pequeñas y cuando hay comedores en segundo piso, las escaleras de caracol dan miedo; hay locales que no superan los tres metros cuadrados de superficie incluyendo cocina, lavaplatos, congeladora, señora, vitrina y una pequeña barra con dos o tres banquitos. También los hay grandes, tipo bufé o laberinto. Pero hay una dimensión en la que no se escatima: cuando llegue su plato lo comprobará.

Porotos con riendas, $800 (nótese el pedazo de costillar)

Cazuela de vacuno, $1.200 (ensalada incluida)

LA CARTA, POR FAVOR.

Las paredes de azulejos están tapizadas de letreros con el menú, otros cuelgan de algún dintel o del cielo raso mientras bailan con el viento (si tiene la mala idea de pedir la carta, quedará como pollo y desubicado). A menos que tenga una idea clara en mente, la decisión será difícil: entre las opciones encontrará humitas, pastel de choclo, pantrucas (o “pancutras”, si prefiere), pescado frito, pulpa al horno, paila marina, carne al jugo, ajiaco, cazuela (vacuno, pollo, cerdo), mariscal, chunchules, porotos, panita, chuletas y lentejas. Si no está salivando en este momento, hágase ver.

Gracias a la inmigración, fundamentalmente de ciudadanos peruanos, no sólo podemos comprar diferentes variedades de maíz, salsas picantes, frutos desconocidos y chocolates Nestlé mucho mejores que los que fabrican aquí (¡¿Por qué?!); también podemos degustar clásicos de la tierra del sol, como el ají de gallina, lomo saltado, pescado a lo macho, seco de cordero, entre otras maravillas.

De más está decir que los alimentos empleados llegan a la ciudad la misma mañana del día en que Ud. los ayuda seguir su camino por la cadena trófica. Tal vez el día anterior esa zanahoria estaba bajo tierra o la jaiba reflexionaba sobre su supuesta inmortalidad.

Los precios son tema de conversación obligado: por menos de dos mil quinientos pesos puede ordenar cualquier plato del menú criollo. De hecho, la mayoría de las preparaciones fluctúan entre los mil y mil quinientos. Las preparaciones peruanas tienen un costo un poco mayor, por el costo de los productos y, quién sabe, lo que le queda de exclusividad. En cualquier caso, el precio es conveniente; algunas veces, ridículo. Así que no sea vaca y deje propina.

CONSIDERACIONES ÚTILES.

Se reducen a una: Usted está en un comedor popular. Si le molesta el ruido, la concentración de público o que sus cubiertos no sean de la misma línea, cómprese un Big Mac y no vuelva. No invite a su pretendiente antes de conocerl@ bien: si es siútic@, se espantará y Usted multiplicará por cero sus posibilidades. Dependiendo del local y del precio del limón, podría ser víctima del flagelo del jugo sucedáneo (aunque todo es negociable).

No tenga la mala idea de protestar si su tenedor está sucio.

Pese a estos “peros”, acaso rasgos identitarios del lugar, la satisfacción que nos proporciona un plato delicioso y abundante justifica cualquier incomodidad. Cuando salga caminando con dificultad y una sonrisa post-orgásmica en la cara, entenderá.

La Vega Chica y sus cocinerías, territorios ajenos al tiempo, siguen siendo un hito obligado tanto para los hombres y mujeres que mueven el sector de la Vega Central como para los pobrecitos mortales que añoramos y agradecemos el impagable sabor a hogar de un plato generoso y bien servido.

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Ya lo saben: Revista Litio Ist Krieg