Foto de kurakensama: http://www.flickr.com/photos/kurakensama/484566723/

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Hoy me enfrasqué en una estúpida y falta de sentido discusión sobre qué era realmente ser nerd en FaceBook. Y claro, cuando se argumenta con personas que son genias de la argumentación no hay forma de ganar: en resumen, perdí. Pero la disputa trajo algo bueno, el recuerdo del denominado Síndrome de Beauchef. Por si no lo conocen, copio una definición de otro blog:

“El síndrome de Beauchef es una alteración en la percepción psíquico-visual que se manifiesta en una disminución paulatina del estándar de belleza de las mujeres a las que el afectado se encuentra expuesto. El síndrome se produce cuando el hombre se encuentra en un ambiente en el que hay muy pocas mujeres o el promedio de belleza es más bajo que lo normal. La baja densidad de mujeres hermosas motiva una adecuación al medio en forma de autodefensa subconsciente que insta a los varones a considerar hermosas a las mujeres disponibles. Esta situación se produce principalmente en las escuelas de Ingeniería y los regimientos. El nombre del síndrome se debe a que fue detectado en la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas de la Universidad de Chile (ubicada en Beauchef 850, Santiago de Chile), entre estudiantes de Plan Común. El síndrome fue descrito por primera vez por Claudio Salvatore, en la revista Theodore Kausel (publicacion que dio origen al boletin del CEI de la Escuela de Ingenieria de la Universidad de Chile), a fines de los Años 1980. Posteriormente fue descrito en el libro La conquista de la mujer. Salvatore utiliza la terminología “efecto Beaucheff”, influido quizás por el «efecto cerveza»”.

Y claro, me interesó hallar la fuente original de 1989. Y, como siempre que uno busca estas cosas, San Usenet me ayudó. Acá está, rescatado de las arenas del tiempo, la primera documentación del Síndrome.

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El Síndrome de Beaucheff

Al principio en la escuela uno no notaba nada extraño. El primer semestre parecía pasar sin daño alguno, uno era un polluelo recién ajustándose al nido. La ausencia de mujeres era aceptada como los horarios, los cursos, el edificio, como parte de esta situación nueva: La Universidad. Las movidas del colegio se mantenían y una mujer no pasaba a ser más que eso, una mujer. Hacia el segundo semestre las cosas empezaban a cambiar, notábamos elementos de sexo femenino entre nosotros,  incluso encontrábamos que una tenía bonitos ojos u otra buen trasero. Pero las cosas se complicaban con la llegada del Verano y las vacaciones desfasadas, en ese entonces, para Febrero. Una niña bonita en traje de baño se nos hacía en esos días de últimos exámenes algo tan irreal y difuso como un sueño febril, unas vacaciones en el Caribe o conducir un Porsche Turbo. Tras el primer verano sin playas las cosas iban mal. Muchas niñas de la escuela, antes ignoradas, empezaron a entrar en la categoría de posibles. Providencia con sus minas enfundadas en deliciosos pantalones se nos empezó a antojar sucursal del paraíso.

Así el tiempo pasó por nosotros. La guatita crece, el carrete ya no se esfuma como por arte de magia al día siguiente, todas las mañanas frente al espejo hacemos inventario del pelo que nos queda y empezamos a ir a clases los sábados por la mañana.

Nos avejentamos. La salida del fin de semana ya no era tan vital como para el musulmán sus tres oraciones diarias en dirección a la Meca. Nos volvimos quietos como aguas estancadas, es decir profundas pero sucias, cada año más libidinosos. Podríamos hacer un experimento: pasear una niña aceptable por el patio y conectar la mente de los estudiantes de   ingeniería que la observan a pantallas de video.

Las imágenes que veríamos darían escalofríos a Jack el Destripador. Ensayemos la situación inversa: imaginemos a uno de nuestros muchachos paseando por una escuela de diseño, arquitectura o ingeniería comercial. Parecería un ratón hambriento, recién materializado en una tienda de quesos finos.

No hay caso, nuestro sujeto se vuelve con el tiempo cada vez más urgido. Ya la cuestión no es elegir, la idea es conseguir algo, lo que sea, cualquier cosa. Se quiere un cuerpo para saciar en parte los obscenos deseos, pero también un alma que te cobije y te relaje.

Desgraciadamente las movidas, las oportunidades de conocer mujeres, decrecen con el tiempo.

Aquellos con hermanas menores las esconden de sus condiscípulos y como a princesas medievales, preferirían verlas sacrificadas antes que entregadas a los hunos, es decir a sus compañeros de escuela.

Más estos son sólo síntomas. La tensión nerviosa, el deslumbramiento frente a cualquier falda, el llegar al día siguiente   comentando la mina del último comercial de televisión, el llegar al fin de semana y sentir que te tiritan las patas, el escribir verdaderos tratados de ginecología en los baños de la escuela, ese ir progresivamente perdiendo la decencia y el buen gusto para con una escala cada vez menos exigente para evaluar al sexo débil. Estos son sólo los síntomas, nada irrecuperable ha sucedido aún. Todavía nos mantenemos de pie. El Síndrome de Beauchef sólo se convierte en enfermedad terminal, uno de nuestros muchachos sólo cae definitivamente desde el momento en que empieza a pololear, enamorado hasta las patas como buen ingeniero, con una niña de la escuela. Se les observa pasear por el patio y los amigos bajan la cabeza como si pasara un cortejo fúnebre.  -Pobre, era tan   bueno-. Como aquellos soldados a los que ha quebrado la tensión del combate y abrazan la locura, nuestro amigo pasa junto a nosotros enamorado hasta las patas. Pero así es la cosa, los muchachos de ingeniería no se caracterizan por agarrar bellezas, pero eso sí, tradicionalmente les hacemos el quite a las “cabeza hueca”. Porque, ¿a quién le interesa una morena de ojos verdes dotada de figura perfecta,   rostro inocente y voz sensual, si es incapaz de elevados razonamientos abstractos?  ¿A quién?, ¡dígan!, ¿a quién le interesa?.  ¡¡¡A mí!!!

[Teodor Kausel 2, primavera 1989]