Hay una escena, puede que no recuerde bien, en Four Friends (Cada Amigo un Amor, Arthur Penn, 1981) donde el personaje principal dice que su amor de toda la vida, Georgia, significa más para él que un simple amor, significa “América”. Y, sí, sabemos que América quiere decir, para ese hijo de inmigrantes los Estados Unidos.
Para mí, al menos, hay otro nombre propio que quiere decir América (los Estados Unidos) el ayer fallecido Ray Bradbury. Haré en esta ocasión una salida de madre. Les comparto un texto que escribí en 1998, a partir de un fragmento de las Crónicas Marcianas.
REFLEXION POSDOMINGUERA
Marilú siempre
decía “mañana”.
“Mañana”, una palabra
que debe querer decir cielo.
Jack Kerouac en On the Road
Leo en las Crónicas Marcianas:
“Creo en las obras, y hay muchas obras en Marte. Hay calles y casas, y me imagino que también habrá libros, y canales mayores que éste, y relojes, y cuadras, si no para caballos, quizá para animales domésticos de doce patas, ¿quién sabe? En todas partes veo cosas usadas. Cosas que fueron utilizadas durante siglos. Si usted me pregunta si creo en el espíritu de las cosas usadas, le diré que sí. Todas las cosas que hoy nos rodean sirvieron algún día para algo. Nunca podremos utilizarlas sin sentirnos incómodos. Y esas montañas, por ejemplo, tienen nombres… Nunca nos serán familiares; las bautizaremos de nuevo, pero sus verdaderos nombres son los antiguos. La gente que vio cambiar esas montañas las conocía por sus antiguos nombres. Los nombres con que bautizaremos las montañas y los canales resbalarán como el agua sobre un pato. Por mucho que nos acerquemos a Marte, jamás lo alcanzaremos. Y nos pondremos furiosos ¿y sabe usted que haremos entonces? Lo destrozaremos, le arrancaremos la piel y lo transformaremos a nuestra imagen y semejanza” (…) Nosotros los habitantes de la Tierra, tenemos un talento especial para arruinar todo lo noble, todo lo hermoso. No pusimos quioscos de salchichas calientes en el templo egipcio de Karnak, sólo porque quedaba a trasmano y el negocio podía dar grandes utilidades. Y Egipto es una pequeña parte de la Tierra. Pero aquí todo es antiguo y diferente. Nos instalaremos en alguna parte y lo estropearemos todo. Llamaremos al canal, canal Rockefeller; a la montaña, pico del Rey Jorge, y al mar, mar de Dupont; y habrá ciudades con nombres como Roosevelt, Lincoln y Coolidge, y esos nombres nunca tendrán sentido, pues ya existen los nombres adecuados para estos sitios (…) Cuando yo era pequeño mis padres me llevaron a la ciudad de México. Siempre recordaré el comportamiento de mi padre, vulgar y fatuo. A mi madre no le gustaba tampoco aquella gente. Eran morenos y no se bañaban a menudo. Mi hermana ni hablaba con ellos. Sólo a mí me gustaban realmente. Si mi madre y mi padre vinieran a Marte harían otra vez lo mismo (…) Para el norteamericano común, lo que es raro no es bueno. Si las cañerías no son como en Chicago todo es un desatino“.
Es gracioso, pero lo que me motivó a releer otra vez este extraño libro, fue un viejo artículo aparecido en la Revista del Domingo, era un artículo sobre la Ruta 66. Es una carretera que unía Chicago con California y que fue muy transitada por camiones de familias empobrecidas en los años ’30, entre otras la de Las Uvas de la Ira de John Steinbeck, que también es una película (para algunos la más importante del cine norteamericano) de John Ford, donde actúa por vez primera Henry Fonda. Luego el camino cayó en desuso siendo reemplazado por autopistas más modernas, hasta que Jack Kerouac, Gregory Corso, Lawrence Ferlinghetti, William Bourroughs y Allen Ginsberg tomaron sus automóviles, ¿Pontiacs del ’50? Y se arrojaron sobre ella. Jack escribió On the Road (En el Camino), contando lo que pasaba cuando se realiza un viaje. A raíz de una serial de esa misma época (también llamada On the Road) se inició un estilo de cine que se llamó Road Movie (Cine de Carretera), cuyo ejemplar más sobresaliente es Busco mi Destino (Easy Rider) de Dennis Hopper (el cabro que corría, y moría en la carrera, contra James Dean en Rebelde sin Causa), y película en que también actúa Peter Fonda (que curioso que sea hijo de Henry ¿o no?).
Scott me comenta que en EE.UU. está lleno de carreteras transversales (en el eje este-oeste) abandonadas, por algunas de ellas él ha pasado en su Combi, hoy pieza para las visitas en la casa de sus padres. Fue en uno de esos caminos que se filmó la escena del abandono de la ciudad de Impacto Profundo. En estas carreteras hay de vez en cuanto pequeños caseríos, que a veces consisten en tan sólo una bomba de bencina donde sirven café y salchichas. Bueno, por eso me acordé cuando leía el artículo de la RdD, de Crónicas Marcianas. Me vino a la memoria una antigua imagen, una imagen que existía en mí desde que estaba en el colegio, de alguien barriendo uno de esos puestos carreteros, bajo un sol hirviente y un polvo asfixiante, tipo Bagdad Café, el sonido de una máquina registradora, el olor de la cafetera, la luz de neón que parpadea sin nunca rendirse en la ventana. ¡Eso es de las Crónicas Marcianas! Y volví por tercera o cuarta vez al dichoso libro (uno de los favoritos de Silvio Rodríguez). Y me reencontré con las carreteras marcianas y descubrí que como Bradbury es de Illinois (o sea desde donde parte la Route 66)… Y al fin con Spender, ese hombre que enloqueció durante la cuarta expedición y casi los mata a todos. Y cuando leía sus reflexiones volví otra vez a una imagen, no tan antigua como la primera, y a un conato de *psensamiento que tuve cuando conversaba con el Caco una vez en el Cinzano sobre “el sistema”. Yo lo escuchaba mirando ese típico póster donde aparecen varios “ídolos” del star system hollywoodense en un pastiche de la Última Cena de Leonardo, y ahí estaba flotando ante mis ojos la respuesta a la pregunta sobre el origen de cómo está hoy Chile y Occidente y el Mundo. La respuesta es la misma que da Spender: “Para el norteamericano común, lo que es raro no es bueno. Si las cañerías no son como en Chicago todo es un desatino”.
La solución que han encontrado es “destrozar, arrancar la piel y transformar a su imagen y semejanza”, poner sobre lo ANTIGUO lo nuevo, hacer un pastiche, un simulacro. Ese es el gran problema, y ese es tan así de simple el corazón del sistema. Vivimos en un Simulacro de Sacramentalidad (SS), pero en el simulacro no es posible encontrar lo bello, ni siquiera lo verdadero. Ray habla de Karnak, recuerdo que estando hace algunos años en el Met (el Museo Metropolitano de Nueva York), en la sección sobre Egipto tenían un pequeño templo que había sido llevado piedra por piedra a fines del siglo XIX o principios del XX hasta allí. Resulta que en el interior de dicho templo aún podía leerse el autógrafo que como un turista cualquiera había grabado… ¡El director del museo de ese entonces!
Me acuerdo también de Apocalipsis Now de Coppola, cuando atacan un poblado en helicópteros escuchando la Cabalgata de las Walkirias de Wagner, o cuando Robert Duvall le pide a un voluntario que además es campeón de surf, que muestre sus habilidades sobre las olas de la playa donde recién han matado mujeres y niños, o cuando los tripulantes de la embarcación que sube hacia Camboya salen a hacer un tour nocturno y los ataca un tigre y descubren con espanto que ellos nunca han sabido lo que es la guerra.
Para nuestra *souciedad todo es un show televisivo, un largometraje que postula al Oscar, si no, simplemente no existe, y los gringos deberían de estar felices pues cada vez más las cañerías de todo el planeta se parecen, ¡qué digo!, son idénticas, a las de Chicago.
Pero, la culpa no la tienen ellos, ni siquiera EE.UU. es Estados Unidos.
Debajo de Top Gun y de la Estatua de la Libertad y de “un pequeño paso para el hombre, un gran salto para la humanidad”, están esos pequeños relatos (petit histoires), como los de las Crónicas Marcianas, la sensación de que sólo se es libre, feliz y bueno cuando se viaja por una carretera buscando algo, o escapando de algo, u olvidando algo. Están Idggie y Ruth arrojando comida a los marginados desde un tren, está Jackie Flannery incendiando edificios para yuppies, está Poe y Lovecraft y Eliot y, sí sobre todo Faulkner y Melville, y el sueño de que más allá, al final del camino está el mañana unido al cielo, al padre ausente y al nombre antiguo. Y el inmigrante se vuelve vaquero y cuáquero y sigue la senda hacia el oeste que transitó Cabeza de Vaca con un anhelo y se encontró con la compasión de los indios, y antes que él Sun Wu Kung en otras planicies buscando la sabiduría, y antes un guerrero navegante que volvía de largos años de batalla esperando encontrar una esposa paciente y un Telémaco hecho hombre, y antes un anciano, que fue el primer cowboy, y que sólo con su mujer estéril salió buscando una tierra de leche y miel y todas las estrellas del cielo, y antes, mucho antes incluso, otro navegante que fue llamado luego el Bendito (Ëarlendil) en busca de los antiguos, para que volvieran a hacer del mundo lo que debió de ser desde el principio.
No, la culpa no la tienen los gringos, eso ya lo supo Wenders cuando hizo Paris-Texas (otro viaje), o Handke cuando escribió su Carta Breve para un Largo Adiós. Debajo del gigante del norte duermen también restos de algo que está más cerca del cielo, y ese algo es lo que puede a todos rescatarnos, mientras creamos que se puede salir por la Route 66 (o por la Ruta 68) y encontrar que el paisaje tiene algo de marciano y que en ese estanque o arroyo hay unas imágenes que son las imágenes de las antiguas y los antiguos, pero, que también son las de nosotras y nosotros mismos.