Es probable que a la mayor parte de los chilenos la expresión “Usted no lo diga” le recuerde un personaje a medio camino entre lo tenebroso y lo cómico que en la década de los 80 se dedicaba a censurar la forma de hablar de sus contemporáneos: el profesor Mario Banderas. Por esos años, el profesor Banderas, que solía alzar su mano y dictar sus sermones por televisión, escribió también un libro titulado de igual manera que su famosa frase: ¡Usted no lo diga!
En ese tiempo, esta obra fue criticada de gran manera por el lingüista Ambrosio Rabanales, en su artículo “Qué es hablar correctamente (A propósito de la obra: ¡Usted no lo diga!)” , donde explica con claridad que esto de lo correcto o lo incorrecto en las lenguas nunca tiene un valor absoluto y ¡por supuesto! que ni los gramáticos ni las academias de la lengua son “policías del lenguaje”.
Y yo creí que, luego de la paliza que le dio Rabanales, el profesor Banderas habría escarmentado.
Enorme fue mi sorpresa, entonces, cuando por abril de este año, volví a encontrarme en un quiosco (o kiosco, si lo prefieren) con la palma amenazante del profesor Banderas y su imperativo “Usted no lo diga”, aunque esta vez matizado (como conviene a estos tiempos) con un políticamente correcto “si le interesa”. Pensé por un momento que habíamos vuelto a los años oscuros… pero ¡no! Se trataba de una nueva obra, aunque del mismo autor. Cedí a la tentación y comencé a leer las 59 páginas que formaban este opúsculo y la impresión que obtuve fue lamentable.
¿Qué se propone el profesor Banderas al cometer este libro? (Digo cometer, porque escribir sí que sería aquí una palabra mal usada). Según sus palabras, lo que quiere es recordar las normas elementales que rigen nuestro idioma con el fin de contribuir a una mejor comunicación, comprensión y tolerancia entre los chilenos (en serio, literalmente dice eso). ¿Qué es este texto realmente? Un charquicán de recomendaciones ortográficas, de vocabulario y de pronunciación (basadas la mayor parte de ellas en la supuesta autoridad del Diccionario de la lengua española de la RAE), que no sólo están lejos de ayudar en la construcción de esa “utopía banderiana”, sino que ni con suerte pueden ofrecerle algo a quien quiera expresarse mejor.
¿En qué me baso para decir esto? Revisemos, por ejemplo, el comentario que hace Banderas sobre el uso de la palabra “citadino” en el relato de una persona afectada por nuestro reciente terremoto (y posterior tsunami, para usar la jerga periodística). Esta persona reclama: “los citadinos quieren edificar nuestras casas con cemento y dicen ‘no más adobes’, sin hacer ninguna distinción”. El profesor Banderas critica el uso de “citadino” (fíjense qué importante es esto para alcanzar una mejor convivencia entre los chilenos), porque no aparece registrada en el diccionario de la RAE, y recomienda utilizar en su lugar “capitalino”. Pues bien, es claro que al pobre damnificado poco le importa que las instrucciones sobre construir sin adobe las haya dicho alguien que viene de la capital del Estado (porque esto es lo que significa “capitalino” y es así como todos lo entendemos), sino que lo que quiere es destacar la diferencia que existe entre la visión de alguien que vive en la ciudad y su propia perspectiva como persona del campo. Es cierto: “citadino” no aparece registrado en el diccionario de la Academia ¡Peor para ese diccionario, entonces! “Citadino” es una palabra con un significado claro, útil para lo que el hablante quiere comunicar y con una formación perfectamente propia de nuestro idioma. Tanto es así que Carlos Fuentes (de quien nadie podrá decir que escribe mal el castellano) la usa sin problemas en este fragmento de El espejo enterrado: “Estamos lejos de la recámara de Las Meninas. Estamos en una calle citadina. Las bombas caen desde los cielos, todo es devastación y miseria”. Ante tonteras como las de Banderas solo nos queda tomar la postura de Unamuno, de quien se cuenta que en una ocasión un estudiante le expresó la extrañeza que le causaba que algunas palabras que el escritor había usado en una conferencia no aparecieran en el diccionario de la Academia. La respuesta de Unamuno (lingüista de verdad, al fin y al cabo) fue magistral: “No te preocupes, hijo, ya las pondrán, ya las pondrán”.
Un punto aparte merece la escritura de este libro. Ustedes estarán de acuerdo conmigo en que si algo se le puede pedir a un texto sobre correcciones idiomáticas es que este mismo se encuentre bien escrito. Todos sabemos que una de las mejores maneras de enseñar algo es a través del ejemplo. ¿Con qué me encontré, sin embargo? Lo mismo que pasa tantas veces que alguien señala la paja en ojo ajeno: que no ve el enorme tronco que tiene en el propio. El texto está infestado de faltas en el uso de mayúsculas: “Colección” (página 3… ¡la segunda palabra de la introducción!), “Huracán” (p. 14), “Santiaguinos” (p. 14), “Maremoto” (p. 16), “Septiembre” (p. 18) y muchísimas más; faltas en ortografía acentual: “dónde” (en función de adverbio relativo… ¡en el primer párrafo de la introducción!), “éste” (acento innecesario, p. 10 y en varias partes más), “sólo” (ídem, p. 13), etc.; faltas en ortografía literal: “presidensiales” (p. 30); faltas en ortografía puntual: “[…] se generan, la agresividad y la violencia” (coma entre sujeto y predicado… ¡en la introducción del libro y reproducida en la contratapa!); e incluso solecismos (nombre técnico de las cabezas de pescado) como “La Academia señala para esta voz tiene dos estructuras castizas” (p. 12). Y mejor paro aquí, porque, a pesar de lo entretenido que resulta, hacer este tipo de críticas (“actuar de profesor Banderas”, como se suele decir) es demasiado fácil y aporta muy poco.
Ustedes dirán, quizás, que armo mucha alharaca ante una obrita inofensiva. Pues yo digo que este libro está lejos de serlo. En primer lugar, aunque sea cierto que muchos chilenos tienen problemas para expresarse de la manera socialmente aceptada en situaciones formales de comunicación, lo que con harta frecuencia los lleva a ser discriminados, obras como Usted no lo diga nos engañan peligrosamente al hacernos creer que esta es una situación que puede solucionarse rápidamente, a golpe de “pildoritas” (o semáforos, para estar al día), cuando, si es verdad que tales carencias existen, ellas son solo un síntoma de problemas mucho más graves en nuestra formación cultural, que se deben enfrentar con políticas educacionales bien pensadas (Y no, aumentar un par de horas de castellano a la semana no es una política educacional bien pensada). En segundo lugar, como lingüista, sé que este tipo de libros contribuye a perpetuar una imagen caricaturesca de las personas que nos dedicamos a la investigación del lenguaje, un área que enfrenta problemas mucho más profundos y desafiantes que el de si una palabra está registrada en un diccionario o no; por ejemplo, ¿cómo funciona ese mecanismo que permite que con solo emitir una serie de ruidos por la boca podamos expresar todo lo que pensamos y sentimos?, ¿cómo se relacionan estas expresiones con nuestros pensamientos?, ¿podremos alguna vez lograr que robots y computadoras se comuniquen como nosotros?, ¿cómo adquieren los niños los idiomas que hablan?, ¿es igual ese proceso al que ocurre en los adultos que quieren aprender una segunda lengua? y tantos otros.
Como ya lo hiciera Ambrosio Rabanales en 1984 en estas mismas circunstancias, ante ese amenazante “¡Usted no lo diga!”, los lingüistas solo podemos responder con indignación: “¡No me diga!”. [*]
[*] Escribí la versión original de este texto en mi sitio web en mayo de este año, con el recuerdo de la cara del profesor Banderas, que aparece dibujado en la tapa de su librito, fresco en la memoria. Este sábado 20 de noviembre falleció Ambrosio Rabanales. Esto es, entonces, un homenaje a su memoria.
22 comments
Guillermo says:
Nov 22, 2010
Bien, Carlos!!
Carlos González says:
Nov 22, 2010
¡Gracias, Guillermo!
veronica says:
Nov 22, 2010
no me diga nada!
Carlos González says:
Nov 23, 2010
… y eso sería una doble negación… ¡Un atentado al pensamiento lógico! 😉
Carlos González says:
Nov 23, 2010
… ¡y a la civilización occidental! (si le vamos a poner, le ponemos)
Daniel Rodriguez M says:
Nov 22, 2010
genial Carlos, si al final…
el lenguaje lo portamos nosotros y no el famoso librito RAE
yo no quiero hablar como Banderas.
Saludos
Carlos González says:
Nov 22, 2010
¡Gracias, Daniel! Yo tampoco quiero hablar como Banderas… y lo más divertido de todo es que probablemente sea imposible hacerlo.
¿Has oído comentarios como “no uses esa palabra porque no existe” o “esa expresión es incorrecta porque no existe en español”? Ese tipo de cosas también ha salido de la boca de Banderas.
Ambrosio Rabanales se indignaba cuando le oía esas cosas. Mira la crítica que le hizo ya en el año 84: “¿Cómo puede no existir algo que se usa cotidianamente?; ¿cómo puede ser incorrecta una forma que no existe?. Si, en cambio, su intención fue decir que las formas que él critica “no existen en el idioma castellano” (como efectivamente lo expresa a veces), y ello porque no están consignadas en el diccionario mayor de la RAE ni en sus gramáticas, y que por eso mismo son “incorrectas”, tenemos que concluir necesariamente que ninguno de los 300 millones de hispanohablantes nativos que se dice que hay en la actualidad se expresa correctamente en castellano, considerando en dicho número, por supuesto, a los señores académicos, y a mí mismo, que de atenerme a su manera de pensar, no habría podido escribir el presente artículo.” ¿Genial, no?
Scott Sadowsky says:
Nov 22, 2010
Un clásico instantáneo, Carlitos. Gracias por compartir el artículo acá.
¡Qué recuerdos me traen estas frases! Recuerdos de confusión y disonancia cognitiva, para ser preciso.
En mi primer tiempo en Chile me decían este tipo de cosas con cierta frecuencia, y con las mejores intenciones, cuando usaba ciertas palabras que había adquirido acá. Y yo, ingenuamente, solía responder: “Pero, ¿cómo que no existe esa palabra? Si ¡la escuché hace 10 minutos no más!” (o, en el peor de los casos: “Pero ¿cómo? Si tú mismo la dijiste ayer”… ¡eso sí que producía situaciones incómodas!). Palabras como “cabro”, por ejemplo. Hasta llegué a pensar que me estaban agarrando pa’l leseo, onda “¡Veamos qué tan huevón es el gringo!” (efectivamente, era un inocente mozuelo en aquella belle epoque).
En algún momento caché qué es lo que estaba pasando (ya va una palabra “inexistente” y una locución censurada por la RAE… por ¡galicismo!), pero aprendí una poderosa lección sobre la importancia del empiricismo en todo lo que se refiere al lenguaje.
Carlos González says:
Nov 23, 2010
¡Ja, ja! Me imagino cómo los quedabas mirando… Y ten cuidado, que “empiricismo” no existe.
Scott Sadowsky says:
Nov 24, 2010
¿Cómo que no? Si ¡lo vi el otro día! 😉
Carlos Balboa says:
Nov 22, 2010
yo tengo el artículo del profesor Ambrosio Rabanales, lo voy a escanear y lo subiré, ése será mi homenaje a este gran lingüista
Carlos González says:
Nov 23, 2010
Estupendo, tocayo. El artículo salió en la Revista de Educación del 84 y no es muy fácil de conseguir. Sería estupendo que estuviera a disposición de todos.
Jorge Osorio says:
Nov 22, 2010
Excelente artículo, Carlos. Gracias por difundirlo.
De algún modo, Banderas es el blanco perfecto, pero no podemos olvidar a otros adalides del buen decir. Campusano, por ejemplo, que es una rara especie de prescriptor y divulgador del folclor nacional a la vez. Por un lado, asume casi todos los principios reguladores, como un odioso cancerbero; y, por otro, pretende una exaltación del habla popular. Dicho sea de paso, en términos financieros, mal no le ha ido entre una y otra postura.
Otro aspecto que considero de atención es el componente ideológico innegable de todo prescriptivismo acérrimo. La RAE “limpia, fija y da esplendor”, lo mismo que Franco, y no sigo … salvo para decir que el “mejor” Banderas lo tuvimos en los ’80.
Y por eso valoro este espacio, porque la comunidad se siente más cómoda con las normas, y -lamentablemente- las asume con impactante irreflexividad.
Saludos!
Carlos González says:
Nov 23, 2010
¡Salud, Jorge! Qué bueno leerte por acá. Tienes toda la razón. Todo lugar y toda época tiene sus “Banderas”. En inglés, si mal no recuerdo, los llaman los “language mavens” y Pinker en El instinto del lenguaje los deja como chaleco de mono.
Hay un párrafo estupendo en ese libro en que compara lo que hacen estos “expertos” en lenguaje con un naturalista que empezara a quejarse de cómo se comportan los animales. Scott y Ricardo lo tienen traducido en un texto. A ver si se animan a ponerlo por aquí.
evelyn says:
Nov 22, 2010
ups y yo que pensé que ya era de conocimiento público que la RAE es descriptiva y no normativa =S pffff…
Y ese tal profesor, ( espero que sea un título real, no mejor espero que no sea real , porque sería la verguenza del rubro), no le enseñaron que la lengua es dinámica??????
Carlos González says:
Nov 23, 2010
Lo de la RAE (y las Academias, en general) es complicado, porque –como toda agrupación– no tiene una sola opinión, sino muchas diversas que tienen que buscar consensos. Entre los académicos chilenos, por ejemplo, hay tipos estupendos, que saben mucho del lenguaje y que no tienen una pizca de normativos. En la RAE también. Ignacio Bosque (el encargado de la última gramática académica) es un tipo macanudo y un excelente lingüista… Pero también hay de los otros y, en general, son lo que se oyen más fuerte.
Camila says:
Nov 23, 2010
Buenísimo. ¡Grande don Ambrosio!
Carlos González says:
Nov 23, 2010
¡Me uno a ese salud!
Alejandra says:
Nov 23, 2010
Buscando información sobre el fallecimiento del profesor Rabanales llegué a su columna. No me queda más que felicitarlo seguir leyendo sus interesantes opiniones. Soy estudiante de pedagogía en Castellano y me interesa mucho el tema del español de Chile y los criterios de corrección.
Saludos!
Carlos González says:
Nov 23, 2010
¡Gracias por tus comentarios, Alejandra! Con Scott y Ricardo pretendemos mantener muy viva esta sección. Será estupendo seguir teniendo tus opiniones.
Miguel de Cervantes says:
Jun 5, 2012
Bueno, me da la impresión de que todos son profesores los que acá opinan, me parece que para hablar correctamente bien hay que definir que quiero hablar y en que idioma lo quiero hacer, el español se rige por el diccionario de la REAL ACADEMIA ESPAÑOLA, que como ustedes saben, tiene sede en cada uno de los países de habla hispana integrada por personas de reconocido prestigio en el tema, que define y estudia cuales son aquellos vocablos que deben ingresar a este diccionario. Por lo tanto si tenemos dudas de alguna palabra o nos parece raro que una palabra no exista empleemos otra y no enfrascarse en una discusión tratando de apocar el trabajo de alguien que solo ha querido aportar con sus conocimientos en que apliquemos el máximo de palabras de un idioma que se caracteriza por la basta gama de vocablos. lo otro deja claro la ignorancia y la flojera de quienes solo critican para justificar su mediocridad, que es lo que justamente tiene a este país con la educación como esta “PÉSIMA”.
Así que, abran el diccionario y a estudiar, aunque sea para sus hijos.
Pepe says:
Jun 16, 2012
Demasiado conservador tu comentario. Yo personalmente no creo que sea un problema de que acá la educación sea mala, aunque en verdad así lo sea. ¿Por qué no abarcar este “problema” desde otro punto de vista? Se me ocurre que algo tiene que decir la geografía, si prácticamente somos la Inglaterra de latinoamérica. Partiendo desde esa base nos podemos dar cuenta de que, tal vez, al estar distanciados de otros países y no tener tanto contacto cultural, terminamos construyendo un lenguaje demasiado local, y esto no necesariamente es reflejo de la ignorancia.
Es algo completamente funcional, y creo que muchos lo piensan de esa manera. “Si a nosotros nos sirve, ¿qué importa entonces?”, y en verdad… ¿qué importa preservar un lenguaje? El español es un dialecto, un lenguaje deformado. Entonces, estamos preservando un lenguaje erróneo desde tu punto de vista, así que debemos mejorar la educación para que todos hablemos latín 😀