Una (presumiblemente fiel) lectora de ¡Usted sí lo dice! que se llama Lucía escribió un comentario interesantísimo a propósito del último número del blog/columna/monte-donde-nos-mandamos-las-arengas. Empecé a contestarle, pero en algún momento me di cuenta de que podría aprovechar la respuesta para cobrarle horas extra(s) al negrero negro Martínez.
…para quien no posee los mínimos necesarios como para comprender siquiera este texto, la posibilidad de cuestionar el orden (lingüístico, al menos) establecido se vuelve lejana, dado que es incapaz de abordar conceptualmente la discusión, y por tanto el que detenta el poder (el normativista, en este caso) queda fuera de su alcance.
Hay que decir que el artículo en cuestión es un sólo cañonazo de lo que ojalá llegue a ser un sitio sin tregua, con participación masiva, a lo que en última instancia representa el normativismo: el clasismo encubierto y la discriminación social envuelta en una manta de corrección política.
En esta batalla (¡es medio adictiva esta metáfora conceptual!) hay distintos bandos. Los que tienen un interés político, social o económico en el normativismo no van a cambiar su opinión por ningún motivo… no les conviene. Y en el otro extremo, los lingüistas científicos (con este término, quiero dejar de lado a los filólogos y aquellos lingüistas –casi todos del ámbito románico– que viven con una pata en el siglo XIX) van a encontrar que el mensaje de ese artículo no es más que sentido común, algo que todo estudiante de lingüística ya sabe después del primero año de la licenciatura.
Entre medio de estos grupos hay dos más que destacaría, ya que desempeñan un papel fundamental en el asunto. Por un lado, están los que son objeto permanente de burlas, críticas y oprobio por su sistema fonético-fonológico (su fonema /t͡ʃ/ se realiza como [ʃ] en vez de [t͡ʃ], entre otras cosas) (¿podría haber algo más absurdo que burlarse de un alófono?) (bueno, sí, podría haber: dar el mismo trato a la gente por el color de su piel), su morfosintaxis (“te voy a llamarte”, “tenimos”) o cualquier otro aspecto de su lenguaje.
Por el otro lado, están los que generalmente pasan piola al abrir la boca, pero que tampoco tienen su lugar en la jerarquía social demasiado asegurado. Pongámosle “la clase media del lenguaje”. Muchos de los normativistas más salvajes provienen de este grupo. Y a pesar de que no suelen tener más conocimientos del idioma de los que adquirieron en la enseñanza media o al estudiar periodismo o algo similar, tienen una preocupante tendencia de imprecar contra el uso lingüístico de los demás, con el mismo fervor y la misma irracionalidad que un predicador itinerante.
El normativismo y el poder busca llegar más que nada a este último grupo. Y para eso, incurrimos —¡mea culpa!— en un lenguaje bastante barroco… hasta rococó a veces. Quizás, incluso, un poquitín… cursi. Pero un lenguaje, en fin, que tiene mucha aceptación en ese público.
Creo que uno de los problemas complejos que se olvida en este análisis es precisamente la cuestión del poder que entrega la capacidad de comprender el discurso del “poderoso”.
En Chile, por lo menos, la incomprensión es mutua. Si bien el discurso de los sectores de mayor poder puede resultar medio incomprensible para los de menor poder, pasa exactamente lo mismo en el sentido contrario.
Es algo que todos sabemos. Pero no lo interpretamos como incomprensión mutua, ya que eso implicaría responsabilidades compartidas. Tal como sucede en tantos otros ámbitos de la sociedad, cuando se trata del lenguaje hay un doble estándar, y el pobre siempre está mal.
Cuando un cabro marginal no le entiende bien al dueño de una viña, se le echa la culpa al cabro: dicen que es ignorante, que le faltan estudios, que maneja poco vocabulario, que tiene baja comprensión de lectura o del discurso oral, y un largo etcétera.
En la situación inversa, cuando es el dueño de la viña quien no le entiende bien al cabro marginal, también es culpa del cabro: dicen que no sabe hablar, que no modula bien, que habla una lengua medio corrupta, que es incapaz de acomodarse a la situación comunicacional, que usa un código restringido (lamento exhumar al tan bien enterrado Bernstein), y quizás qué otra cosa.
Curioso, ¿no?
Pase lo que pase, el poderoso siempre gana. Los dados están cargados. El partido está arreglado. Las urnas están intervenidas. La Moneda está hipotecada.
Así las cosas, la ideología y las acciones de los normativistas resultan aún más patéticas, serviles y obsecuentes. Asumen el papel de esclavo casero, y se convencen tanto de su superioridad frente al esclavo de campo que terminan identificándose con el patrón de fundo, fustigando voluntaria y gustosamente a los demás esclavos.
Me parece valiosa la reflexión acerca del estatus de los distintos usos lingüísticos en términos de prestigio, y quién está detrás de esas valoraciones, sin embargo no podemos desconocer que para buena parte de la población la “marca” asociada a su uso lingüístico se vuelve efectivamente un lastre a la hora de conseguir trabajo, mientras que para los nacidos en la “norma culta” manejar un par de palabritas “de la calle” es “shuper shoro” ¿o no?
Esta discriminación es absolutamente real, pero el tema de fondo no es el lenguaje, sino la discriminación misma. La discriminación lingüística es tan absurda y tan irracional como la discriminación racial, social, étnica o de género.
Y tal como no se combaten estas últimas formas de discriminación tratando de convencer a las víctimas de que se operen los ojos rasgados, cambien su apellido por uno hispano, se tiñan el pelo rubio o se sometan a una operación de reasignación de género, por ningún motivo debemos “combatir” la discriminación lingüística echándole la culpa a las víctimas y diciéndoles que traten de hablar como los poderosos.
Es absurdo. Es injusto. Y peor aún, no funciona.
11 comments
Susana says:
Dic 8, 2010
Impecable !! soy docente en un penal, no puedes describirlo mejor ….el pobre siempre está mal y el poderoso siempre gana ! gracias !!
guillermo says:
Dic 9, 2010
este esta mejor todavia que el anterior!!!
Alvaro says:
Dic 9, 2010
Pregunta: Sin saber mucho de lingüística, en principio hay una diferencia de la cantidad de palabras que se manejan entre la gente “que habla como flaite” y “la gente que habla bien”, lo que me sugiere que hay una diferencia en el número de conceptos que se manejan (por ejemplo el uso de “la weá” como sustativo para cualquier cosa -el asunto, la cuchara, etc.-).
¿No haría eso una diferencia de valor del lenguaje de ambos grupos?
Scott Sadowsky says:
Dic 9, 2010
Sin saber mucho de lingüística, en principio hay una diferencia de la cantidad de palabras que se manejan entre la gente “que habla como flaite” y “la gente que habla bien”
Yo, por lo menos, no conozco ningún estudio serio que avale esa idea.
(Y en todo caso, hay que tener mucho cuidado con esto de las palabras: no hay una relación directa entre ellas y los conceptos: “murió” es una sola palabra, “dejó de existir” son tres, y “se fue a parar al patio de los callados” contiene nada menos que nueve palabras… pero todas estas expresiones representan el mismo concepto básico).
Lucía says:
Dic 9, 2010
En primer lugar, agradezco la consideración que refleja esta “segunda patita recargada”. Me alegra que muchas cosas que se intuían en el primer texto se hayan hecho visibles en este segundo. Por lo mismo, y dado que se hace esta especie de llamado público a la causa contra “el clasismo encubierto y la discriminación social envuelta en una manta de corrección política”, me sumo desde ya. Sin embargo, considero importante plantear algunas dudas. Por supuesto que no debemos echarle la culpa de la “discriminación lingüística” a las víctimas. No tienen ni remotamente nada que ganar con la mantención del status quo, ni el lingüístico ni ningún otro. No obstante, igualar la discriminación lingüística con la discriminación de género o la racial me parece poco efectivo como mecanismo de análisis. Primero, porque tanto la discriminación de género como la racial cuentan con el rechazo generalizado de la población. Segundo, porque es posible establecer una serie de mecanismos sociales que intenten frenarlas (currículum ciego, paridad de género en sueldos y puestos de trabajo, etc.). Tercero, porque, aunque sea políticamente incorrecto decirlo, acá las “víctimas” no tienen (tenemos) muchas otras opciones: no podemos (al menos con facilidad) ni cambiarnos el sexo, ni los rasgos, ni el apellido. La discriminación lingüística, en cambio, no sólo no es rechazada por la gente sino brutalmente apoyada, dado que se la asocia regularmente con falta de educación (lo que revela que la gente no asume la distribución de clases de la educación en Chile) y pertenencia a grupos sociales estigmatizados, como flaites, raperos, etc. La tarea en este ámbito es bastante más compleja, porque implica, a mi juicio, la recuperación de la condición explícita de sujetos lingüísticos por parte de los marginados (en todos los escenarios), y la incorporación de las particularidades de sus usos lingüísticos a ámbitos donde el lenguaje estandarizado es norma. Uno de estos ámbitos es la poesía, y hay buenos ejemplos de poetas que están llevando a cabo esta tarea, por ejemplo http://yekoaguilera.blogspot.com/search?updated-min=2010-05-01T00%3A00%3A00-07%3A00&updated-max=2010-06-01T00%3A00%3A00-07%3A00&max-results=1
Pese a esto, sigo en desacuerdo respecto de lo que se pierde o se gana al incorporar más elementos a las posibilidades lingüísticas de cada uno. El lenguaje no es una categoría cerrada, como el color de piel o el género. La incorporación de uno, dos o diez usos distintos no afecta mi capacidad para valorar y emplear el uso propio de mi comunidad. No va por ahí la cosa. Si el cabro es capaz no sólo de escribir poesía que comprenden sus vecinos, sino además de estudiar a los griegos, o leerse el artículo de ley que corresponde para defenderse de que no se lo lleven presos los pacos a la entrada del estadio, tanto mejor. No le resta, todo lo contrario. No se está “vendiendo al enemigo”, está ultra lejos de ser un Tío Tom. Está usando las herramientas para abrir un espacio que normalmente le estaba vedado a su propia lengua. No se está tiñendo rubio, pero ahora entiende lo que le dice el rubio, y también lo que los rubios se dicen entre ellos. Y el rubio sigue sin entenderlo a él. El rubio va perdiendo.
(Nada personal contra los rubios!)
guillermo says:
Dic 9, 2010
Si te entiendo, sostienes que la discriminación básica en Chile es racial. Interesante punto. A darle con los datos, como se acostumbra en 3C!! Si es racial, quiere decir que debería haber algunas trazas ¿genéticas? en ella. Por supuesto, sabemos bien que racial no significa en estricto rigor racial, pues no hay razas en nuestra especie: se trata más bien de marcadores que son interpretados socialmente como asociados a razas. ¿Estudios sobre eso? Solo sé, nunca de primera fuente, del estudio de la Chile en que se encontraba una distribución desigual de marcadores de rasgos indígenas en las clases sociales en Chile. Si no me equivoco, era una pendiente en que el componente indígena iba aumentando a medida que se descendía en la pirámide social. Eso sugiere efectivamente discriminación racial en Chile en un nivel muy fuerte. Es un tema tabú, lo sé. Por otro lado, de la mera correlación no se sigue causalidad automáticamente, pero el dato es fuerte, si es que mi memoria no me engaña. 🙂
Scott Sadowsky says:
Dic 10, 2010
Sin embargo, considero importante plantear algunas dudas.
¡De eso se trata, Lucía!
No obstante, igualar la discriminación lingüística con la discriminación de género o la racial me parece poco efectivo como mecanismo de análisis. Primero, porque tanto la discriminación de género como la racial cuentan con el rechazo generalizado de la población.
Hace no mucho tiempo, el racismo era motivo de orgullo para muchos y las mujeres no podían votar. Pero tal como hemos avanzado en la lucha contra estas formas de discriminación, confío en que podemos hacer lo mismo en el caso de la discriminación lingüística, que no es más que clasismo solapado.
(Lamentablemente, el clasismo sigue siendo socialmente aceptable en amplios sectores de la sociedad, así que la lucha va a ser larga…)
Segundo, porque es posible establecer una serie de mecanismos sociales que intenten frenarlas (currículum ciego, paridad de género en sueldos y puestos de trabajo, etc.).
¡Estoy convencido de que es posible aplicar muchos de estos mismos mecanismos en la lucha contra la discriminación lingüística!
Si se pueden tomar medidas como incluir más imágenes de científicos mujeres en los textos escolares, por ejemplo, ¿por qué no se podría enseñar también que el sonido “sh” no es indicio de ignorancia, o que las niñas que dicen “tsile” no son todas unas sueltas?
Tercero, porque, aunque sea políticamente incorrecto decirlo, acá las “víctimas” no tienen (tenemos) muchas otras opciones: no podemos (al menos con facilidad) ni cambiarnos el sexo, ni los rasgos, ni el apellido.
Bueno, todas estas opciones existen. Y la última –cambiarse de apellido– es algo que han hecho incontables mapuches en Chile, justamente con la esperanza de salvarse un poco de la brutal discriminación racial/étnica de que son objeto hasta el día de hoy. La familia del UDI Darío Paya (ex Payacán) es uno de los casos más conocidos.
Pero insisto en que la manera de combatir la discriminación no es hacer que las víctimas se vuelvan más aceptables para sus victimarios.
Lo que hay que hacer es tan simple que resulta tautológico: para combatir la discriminación, hay que combatir la discriminación.
La discriminación lingüística, en cambio, no sólo no es rechazada por la gente sino brutalmente apoyada, dado que se la asocia regularmente con falta de educación (lo que revela que la gente no asume la distribución de clases de la educación en Chile) y pertenencia a grupos sociales estigmatizados, como flaites, raperos, etc.
De acuerdo. Pero la gente de los estratos socioeconómicos bajo y medio-bajo no son víctimas de discriminación por el hecho de hablar un determinado sociolecto, sino por el simple hecho de pertenecer a esos estratos. Si el día de mañana empezaran a hablar con perfecto acento argentino, cuico o mexicano, ¡no dejarían de ser discriminados por un solo instante!
El lenguaje no es el problema aquí. No es la causa de la discriminación; es simplemente un emblema que permite identificar más fácilmente a los que se quieren discriminar.
Dicho de otro modo, el sociolecto cumple la misma función que los primeros dígitos del teléfono fijo en el Santiago de los 90: ¡pobre de vos si el tuyo comenzaba con “7” y estabas buscando pega!
¿Eso pasaba porque había algo inherentemente malo o deficiente en el número siete? Obvio que no. Pasaba porque ese número estaba asignado a sectores marginales de la ciudad, y cierta parte de la sociedad consideraba que era su deber patrio discriminarlos.
Claramente, el problema de la discriminación es la discriminación misma y quienes la perpetran.
No se está “vendiendo al enemigo”, está ultra lejos de ser un Tío Tom.
Por si acaso, eso apuntaba a los normativistas, no a quienes tratan de aprender un sociolecto ajeno.
Carlos Balboa says:
Dic 9, 2010
¿Han leído los comentarios de Carlos Peña en El Mercurio? revive una y otra vez a Bernstein
guillermo says:
Dic 9, 2010
Tira ejemplos.
guillermo says:
Dic 10, 2010
Respecto de la discusión que se viene teniendo acá, creo que es muy importante distinguir dos cosas:
a) los procesos de estandarización e intelectualización, que buscan que las lenguas se adapten a las necesidades de la ciencia, la academia, la economía, la organización social urbana actual, la organización y gestión de los estados, etc.
b) la discriminación lingüística.
Me parece que con frecuencia los que discriminan lingüísticamente se escudan (explícita o, más veces, implícitamente) en que están favoreciendo los procesos de estandarización e intelectualización, que serían democratizadores y liberadores. Por lo que sé, es una pelea que, en esos términos, viene desde la revolución francesa, al menos.
El argumento (como yo lo entiendo) es este:
(1) Tener un código común adaptado a las necesidades de la sociedad toda favorece la comunicación y la participación de los sujetos en la sociedad (la vida pública) con independencia de su clase, raza, sexo, etc.
(2) No tener el código común, dificulta eso y favorece las posiciones reaccionarias (monárquicas, en la época de la RF)
De (1) y (2), bajo el supuesto de que somos liberales y progresistas, se deriva (3)
(3) Debemos imponer un código común para todos, una lengua estándar que permita la libre deliberación en el espacio público por sujetos que son iguales en dignidad y derechos.
De (3) se deriva (4)
(4) Debemos censurar los usos que se apartan del código común.
Si a eso agregamos el fact (5)
(5) El código común es el código del grupo dirigente.
De ahí derivamos (6)
(6) Debemos censurar los usos que se apartan del código del grupo dirigente.
De este modo, como por arte de magia, el revolucionario progresista termina transformado en el profesor Banderas.
La misma cadena de pensamiento aplica, obviamente, no solo respecto de las variedades flaites de una lengua sino también respecto de las lenguas de culturas minoritarias (mapuches, rapanui, etc.).
El resultado de todo esto es que la censura idiomática (¡vaya palabra!) sería una muestra de amor por el prójimo: QUIEN TE QUIERE TE APORREA. 😛
Por supuesto, esta secuencia de pasos aparentemente lógicos NO ES NECESARIA. Lo que se pasa por alto es que la libertad, la democracia, etc. no son cuestiones que se resuelvan solo por tener un código común o ni siquiera por comunicarnos mejor. A pesar de lo que digan los buenaonderos del mundo, los factores socioeconómicos y culturales son fundamentales en todo esto. Sin cambios socioeconómicos en nuestra sociedad y sin un desarrollo del multiculturalismo/pluriculturalismo, las mejores intenciones libertarias pueden terminar en profesores banderas.
Yanira says:
Feb 3, 2011
Afortunadamente, don Guillermo planteó lo que estuve pensando todo el tiempo mientras leía las dos partes de este artículo. Una cosa es la estandarización e intelectualización de las lenguas, y otra la discriminación lingüística.
Estoy absolutamente de acuerdo con la argumentación con respecto al problema social de fondo, pero no me queda muy clara la postura del autor en cuanto a lo primero. Según su opinión, ¿es deseable el establecimiento de lenguas ejemplares para la difusión de la ciencia y el conocimiento? Y si esto es así, ¿de qué manera puede hacerse posible sin provocar el indeseado efecto “profesor banderas” ya descrito en el post anterior? En este sentido, veo que el resultado es el mismo (la discriminación), aunque su sustento ideológico sea distinto (la exclusión por ser “inferior” o la exclusión por estar fuera de la lengua común).
Hace tiempo vengo pensando que toda esta cuestión del purismo y del normativismo tiene una raigambre hispánica (ya sabemos el por qué de los orígenes de la RAE): podemos ver que un fenómeno como este, hasta donde llegan mis humildes conocimientos, no se ve en otras tradiciones lingüísticas.