por Christian Ramirez
Hay cierto tipo de ideas que surgen a partir de los caminos abiertos (o cerrados) por otras.
Las Horas del Día, el documental que registramos junto al cantautor Manuel García y que esta semana se exhibe en Fidocs (el jueves 23 en el GAM y este sábado 25 en el Museo de la Memoria), pertenece a esta categoría: nació a partir de las dudas que nos quedaron tras grabar el video clip para Tu Ventana, en 2006.
En esa ocasión, Manuel y yo nos olvidamos del clásico lipsynch, la mímica que los cantantes hacen al grabar sus videos. Después de darle vueltas al tema, estábamos de acuerdo en que imposible hacerle justicia a la canción de ese modo, pero ¿qué pasaría si planteásemos la situación al revés? ¿Concebir un modelo que permitiera a García cantar sus canciones en vivo, pero que al mismo tiempo incluyera la narrativa que va asociada a los videos musicales?
Ya se había hecho antes. En esos días –fines de 2007- recordé que gente como Lou Reed había “filmado” versiones en vivo para tres de sus discos de los 90 (New York, Magic & Loss, Songs for ‘Drella). En lo formal eran conciertos, pero en el fondo se trataba de películas. Sting había hecho lo mismo con los temas de Ten Summoner’s Tales, obteniendo un sonido que era tan certero como el original. De modo que esa colección de clips “en vivo” podía convertirse en algo más. Pero faltaba el lugar.
Y este se apareció en febrero de 2008, un fin de semana que me llevaron a conocer el Parque Juan XXIII, de Ñuñoa. Un lugar donde las casas tienen puerta directa hacia el prado y los senderos. Un sitio que parecía haber sido diseñado casi de espaldas a la ciudad y que, a juzgar por el tamaño de algunos de sus árboles, bien podía tener medio siglo. Donde las imágenes del camino de ida se transformaban al completo cuando iniciabas el regreso. Un espacio que atravesaba calles, rejas, juegos infantiles, banquetas y portones para rematar en un teatro griego donde ya no se representan obras pero que cada fin de semana ocupan los scouts del sector. Este era el lugar.
Para entonces la idea era grabar más de una canción: podías recorrer ese espacio de principio a fin y terminar en el teatro griego. ¿Y qué pasaría si en vez de usar el stereo tradicional recurríamos a sonido de cine, 5.1, multicanal? Así el auditor podría verse envuelto por la música, pero también por la calle, el viento, los paseantes. De golpe, el parque se había convertido en un personaje casi tan importante como el músico y sus canciones.
¿Cuáles canciones? “Podemos usar algunas que no haya grabado todavía”, opinaba García. “Me lo imagino con una sección acústica y otra eléctrica”, le decía yo. Podríamos aprovechar el paso del tiempo. Grabar en distintos momentos del día, de la mañana a la noche, con luz natural y sonido directo, como si todo fuera captado en una sola jornada, dejar que las canciones funcionaran como un libro de horas, como un ritual que se reitera, que regresa. Las horas del día.
Comenzaríamos a principios de la primavera. Un equipo pequeñísimo, a ritmos de fin de semana. “Los documentales se mandan solos”, me dice un amigo. Imponen el ritmo que ellos quieren. La forma del vaso estaba lista, ahora había que llenarlo.