La escena se observa cada madrugada de fin de semana en las ciudades chilenas. Masas hambrientas atacan sin piedad los carritos sangucheros de las periferias, en busca de un “as” o el más humilde “completo” que ayuden a pasar el bajón de hambre causado por la intensidad del carrete. Más de alguien se ha preguntado durante tan importantes menesteres si no habrá existido en los albores de la humanidad una comida diaria a las cuatro de la mañana que finalmente desapareció de la dieta cotidiana.
Lo más probable es que la respuesta sea un “sí” rotundo. Raymond Grew, historiador social de la Universidad de Michigan, compiló en 1999 una serie de ensayos sobre la historia de la comida en el volumen “Food in global history”. Ahí revelaba que los hombres han pasado por cuatro grandes periodos en su producción y consumo de alimentos: caza-recolección (en la prehistoria), agricultura sedentaria (desde el surgimiento de las ciudades en el 11.000 a.C hasta el siglo XVIII), industrialización (siglo XIX) y mercado global (siglos XX y XXI).
En aquel escenario de mercado global, hoy no resulta nada de raro que, además de las cocinas regionales -ejemplificadas en Chile por esa gama de caldos como las pantrucas, el menestrón, la carbonada o la cazuela- puedan encontrarse en el centro de cada capital los shawarmas árabes y gyros griegos, curris de la India, ajíes de gallina peruanos, sashimis japoneses o pads de Tailandia. Eso, sin contar a las tradiciones culinarias que invadieron al mundo desde fines del siglo XIX, como la francesa, la italiana o la china.
Los nuevos sabores
Una de las mayores gracias de esta sobrexposición a las delicias étnicas es que, según los investigadores de la percepción, aumenta el espectro del gusto en las personas que las ingieren. De los cuatro sabores que se conocían en tiempos antiguos, la lista se expandió a cinco cuando se integró al concierto gastronómico mundial la cocina china, que trae bajo la manga un nuevo sabor: el “umami”. Y los números saltan a ocho en la cocina tailandesa e incluso a dieciséis en la vietnamita.
Se ha abierto de este modo una interesantísima línea de investigación que combina las artes culinarias con la lingüística y las neurociencias: buscar comidas regionales específicas, sondear qué sabores reconocen y explorar si existen en el sistema gustativo humano receptores especializados para aquellos gustos.
Hasta ahora, el único de estos nuevos gustos étnicos para el que se ha descubierto un receptor especializado es el “umami”: en 2000, Nirupa Chaudhari y un par de colegas de la Universidad de Miami lograron identificarlo. No sería raro, en todo caso, que en la presente década el número se amplíe, algo de lo que hay que agradecer a la globalización.
No resulta raro que, además de las cocinas regionales -ejemplificadas en Chile por esa gama de caldos como las pantrucas, el menestrón, la carbonada o la cazuela- puedan encontrarse los shawarmas árabes, gyros griegos y los curris.
El síndrome del restorán chino ¿Qué tienen en común la carne, los tomates y el ketchup, el queso parmesano y el aceite de soya? Que todos son extremadamente “ricos”, es lo primero que se puede venir a la mente. Eso mismo fue lo que se le ocurrió en 1908 al Kikunae Ikeda -profesor de la Universidad de Tokio-, quien combinó las palabras niponas “sabroso” (umai) y “sabor” (mi) para formar “umami” (“sabor sabroso”). Ikeda descubrió que dichas comidas y muchas otras eran particularmente fuertes en glutamato, ácido cuya principal función en la alimentación es abrir el apetito. Desde entonces se reconoce al “umami” como el quinto sabor, que se añade al ácido, el amargo, el dulce y el salado, acreditados en Occidente desde la Antigüedad. El “umami” se halla presente en gran parte de las cocinas china y japonesa y es el principal agente del peculiar gusto que ostentan sus platillos. Un año después de que Ikeda descubriera el glutamato, este se empezó a producir industrialmente como un condimento superpoderoso, el “ajinomoto”. Aunque potencia la sabrosura de las comidas, este ingrediente al parecer generaría sensación de cuerpo cortado después de ingerirse, algo conocido como el “síndrome del restorán chino” (aunque ello no está completamente documentado).
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Fresas a la pimienta: ¿un plato chileno? A menudo se reconoce a las cocinas nacionales por sus ingredientes característicos: en Irlanda tienen las patatas, en Hungría el pimentón, en Italia los pomodoros, en China y la India el picante y en África la mandioca. Curiosamente, el renombrado psicólogo experimental norteamericano Steven Pinker da por el trasto con la idea de que tales componentes son originarios de aquellos pueblos. En su libro “The blank slate” (2002) sostiene que “las papas no son irlandesas, la paprika no es húngara, los tomates no son italianos, el ají no es ni indio ni chino, y la yuca no es africana”. En verdad, todos estos ingredientes surgieron del Nuevo Mundo (América) y luego del “encuentro entre los continentes” del siglo XV fueron integrados a las cocinas referidas. Quién sabe, entonces, si al probar un plato exótico realmente estamos degustando un alimento del propio terruño que ha sido “procesado” por una cocina extranjera. Un buen ejemplo son las “fresas a la pimienta” que arribaron a nuestro país con la “cuisine” francesa, cuando en verdad las frutillas son más chilenas que los porotos. |
Publicado originalmente en LUN Reportajes, 2012-08-12: Página 1, Página 2.