La poeta chilena Alejandra del Río publicó este texto en su página de FaceBook hace algunos días, y nos emocionó y gustó tanto que le pedimos permiso para replicarlo acá. Hace bien leerlo.

Selknam

El otro día me enfrasqué en una discusión muy estúpida en Facebook pero ello desencadenó en mí una serie de reflexiones y recuerdos que me parecen dignas de compartir.

Resulta que un nuevo amigo virtual posteó un comentario que decía algo así como: “sólo los niños ricos hacen elucubraciones metafísicas y existencialistas sobre el sinsentido de la vida y el desamor”. A pesar de que, en lo que respecta a diferencias de opinión, soy súper pacífica y casi siempre le hallo la razón a todo el mundo, frente a este comentario sentí una ira que me bajaba directo hacia el estómago. Me hice las preguntas: ¿es que acaso para los niños pobres está vedada la búsqueda de sentido existencial? ¿Acaso existe una escala de – a +  que valúe la importancia del sufrimiento? ¿Dónde comienza lo humano; cuando termina el hambre o cuando empieza? ¿Tiene alguna virtud per se la pobreza?

Me acordé de tardes interminables con mi padre dándome cátedra sobre el materialismo histórico y dialéctico. El gastó mucha energía tratando de convencerme acerca de que la idea viene después de la materia y me hablaba largamente sobre el uso del pulgar en el mono que devino hombre. Yo le creía a mi padre, cómo no, si es un encantador de serpientes maravilloso. Sin embargo, siempre terminaba preguntándole: ¿y cuándo el pueblo va a ocuparse de para qué vino a este mundo? Aunque no me crean, de chiquita me hacía estas preguntas y sufría mucho por no obtener respuestas convincentes. Mi padre, entonces, me citaba a Engels y la tesis de que una vez cubiertas las necesidades materiales –por allá en el comunismo- el hombre se volcaría a su interior y gozaría del ocio creativo y hasta de la espiritualidad. Pucha que falta, pensaba yo. Mientras tanto la espiritualidad era lo más burgués y facho del mundo, por lo mismo reprobable, por lo mismo área exclusiva de nuestros enemigos.

Así me hice mayor, volcando esa natural pulsión existencialista hacia la sombra clandestina del que se acerca peligrosamente al bando contrario.

Hoy día sé, por la experiencia empírica, que tales esquemas no se corresponden con la realidad. La pregunta por la existencia y el amor no son exclusivas de una clase determinada ni de una superación dialéctica de etapas históricas. Atraviesan y tiñen de humanidad al humano mismo, independiente de su condición social e histórica.

Pienso en los pueblos canoeros del sur de Chile. Toda esa gente vivía en el lugar más inhóspito del mundo, no poseían casi nada más que sus canoas y sus arpones. Andaban semi desnudos aunque se ocupaban metódicamente de la decoración de sus cuerpos y de hacer música con lo que el cuerpo les brindaba como instrumento. Sus condiciones de vida eran paupérrimas y sin embargo al parecer la preocupación material por sus existencias iba ligada impajaritablemente a su preocupación espiritual.

Pienso en los casos de sobrevivientes al holocausto de que habla Boris Cyrulnik en sus libros. El rescata las historias de sobrevivencia y ve que detrás de ellas siempre se encuentra la pregunta por el sentido de la vida, la esperanza que encierra un poema o una oración. Hay muchos casos pero destaca el de Viktor Frankl en su libro El hombre en busca de sentido.

Pienso en los niños-poetas que he topado en mi trabajo de Educación Poética. Los niños traumatizados por la guerra de Irak que me conmovieron con sus hermosos poemas sobre el sentido del dolor. Los niños de Pelluhue que manifestaron que lo único que no se había llevado la ola era la música. Los niños de Lo Valledor que se sentían millonarios por tener un grupo de amigos. Esos mismos niños reflexionaron intensamente sobre el desamor, sí, a pesar de que venían con hambre. Los niños de La Legua cuyos sueños volaron por la ventana mucho más allá de su población y que observé asombrada conversar con el poeta Rosenmann Taub sobre el silencio y la pausa.

No estoy pidiendo conformismo o relativizando el flagelo del hambre y la desigualdad social. Lo que digo es que el ser humano no es una cabecita de jíbaro; es un ser complejo que se escapa del determinismo y busca por sí mismo las respuestas, independiente de lo que escriban las enciclopedias.

http://es.wikipedia.org/wiki/Alejandra_del_R%C3%ADo