Muchas personas se han hecho esta pregunta al menos una vez en la vida: ¿cómo puedo saber que eso que yo llamo rojo, en realidad tú lo ves como yo veo el azul, y viceversa? Probemos con un ejemplo: usted tiene en sus manos una manzana fuji de un bello color rojo claro con pintitas amarillas por aquí y allá. Es evidente que la fruta es predominantemente roja, ¿pero será ese mismo rojo que usted percibe el que ve cada persona que observa la manzana?

No estamos hablando de daltonismo ni de otras perturbaciones de la vista, sino de algo más extraño: la cualidad que los colores tienen en nuestra experiencia.

Curiosamente, no parece haber una respuesta; la neurociencia se ha devanado los sesos tratando de responderla y nada. Sí se sabe que el color percibido no corresponde necesariamente a las ondas de luz que salen de los objetos. O sea, cada objeto refleja la luz con cierta frecuencia en el espectro visual específico, pero la “rojedad” del rojo no es solo eso.

Batman al rescate

Hace casi treinta años el filósofo Thomas Nagel se refirió a este asunto en el artículo “¿Qué se siente ser un murciélago?” (“What is it like to be a bat?”, 1974). Ahí lanzaba que, aunque los humanos pudiéramos entender que los murciélagos se ubicaban a sí mismos en el espacio por un sistema parecido al sonar (eco-colocación), nunca seríamos capaces de entender qué era lo que percibían cuando al lanzar un chillido el eco les devolvía que habían revoloteando cerca de una polilla para su cocaví.

Nagel bautizó a ese sentir las cosas como “qualia”: aquella sensación vívida de percibir el mundo. Cuando vemos el color rojo de la manzana fuji, “experimentamos” el rojo, y nuestra experiencia es personal e interna. Entonces, ¿cómo comparar esa percepción interna con las de otras personas?

Ojo al charqui

Se sabe que los seres humanos y otros animales percibimos el color en un proceso biológico que va desde la retina del ojo hasta la zona trasera del cerebro (en el lóbulo occipital, el “área BA17”). En el ojo poseemos dos tipos de sensores del color: los bastones (que distinguen grises) y los conos (que distinguen verdes, azules y rojos). En los primeros análisis detallados de estos sensores en humanos vivos (2005, Universidad de Rochester), los estudiosos se encontraron con la sorpresa de que la distribución y el número de conos variaba dramáticamente de una persona a otra, incluso hasta 40 veces.

Se sabe también que hay personas que no pueden percibir ciertos tonos, fenómeno denominado “ceguera de color”; está el caso inverso de personas que tienen un cuarto tipo de cono. Se trata del tetracromatismo: algunos peces, aves y las mariposas son tetracromáticos y perciben rangos de ultravioleta; los tetracromáticos humanos no ven el ultravioleta, pero pueden hacer distinciones más finas en el rango que va del verde al rojo.

Ryota Kanai y Naotsugu Tsuchiya, de la “Agencia de ciencia y tecnología de Japón”, han descrito estos casos en un paper reciente (“Qualia”) publicado en “Current biology”: ahí indican que si bien las ondas reflejadas en los objetos tienen propiedades intrínsecas, va a ser el “cableado” cerebral de cada sujeto el que determinará cómo experimenta los estímulos visuales.

Así las cosas, aún no está resuelto qué es exactamente sentir que ese rojo italiano es un “rojo italiano”. Podemos saber que cada persona tiene una manera ligeramente diferente de percibirlo neuronalmente, pero no podemos meternos en su cabeza ni saber con exactitud cuál es “su” rojo italiano interno. El filósofo David Chalmers ha llamado a esto “el problema difícil de la conciencia” (“hard problem of consciousness”) y postula que no podrá ser solucionado con los conocimientos actuales de cómo funciona el cerebro.

De hecho, aunque han transcurrido décadas de experimentos, nadie ha podido localizar en qué lugar del mate se encuentra la conciencia (“neural correlates of consciousness”). Mientras ello no ocurra, seguiremos sin saber si todos vemos los mismos colores, aunque ayudará a ponernos de acuerdo.

¿Es verdad que los celtas no distinguían el azul del verde?

Así como a veces se dice que los esquimales (inuits) tienen cien palabras para la nieve, otra idea de la “popular science” es que los celtas -antiguos habitantes de Gran Bretaña de quienes provienen galeses e irlandeses- no distinguían el azul del verde. ¿La razón? Tenían una sola palabra para ambos colores: “glas”.

La pregunta es, entonces: si cada lengua ordena los colores a su pinta, ¿las personas que hablan esas lenguas ven los colores de manera distinta? Brent Berlin y Paul Kay, antropólogo y lingüista californianos, resolvieron el problema en 1969. En sus investigaciones descubrieron que los colores básicos en todos los idiomas se tendían a ordenar de la misma manera. No hay ninguna lengua que no tenga ningún color en su vocabulario; las que tienen menos poseen dos: blanco y negro. Cuando una lengua tiene tres colores se añade el rojo; si tiene cuatro se suma el verde o amarillo. Cuando tiene cinco, estos son blanco, negro, rojo, verde y amarillo; y así sucesivamente hasta llegar a once (hoy se sabe que son doce) “colores básicos”.

Estos colores básicos son aquellos que se dicen con una sola palabra (no valen aquí ni el “amarillo pato” ni el “verde botella”) y esa palabra no debe haber sido robada al color de un objeto (como “salmón” o “sandía”). Berlin & Kay (1969) concluían que, aunque los distintos idiomas del mundo eran sumamente creativos para nombrar los colores, era la percepción humana del color la que finalmente mandaba. Y que sí, los celtas sí distinguían el azul del verde, pero no cuando hablaban.


Confirmado: las mujeres ven más colores que los hombres

Paquete de vela , concho de vino, pastel, cascarita, terremoto. Si usted es hombre, la frase anterior le debe parecer chino; si es mujer, le resultará obvio que son nombres de colores. Y es cierto, las mujeres son especialistas en distinguir matices, como el “verde agua” del “verde cata”. Hasta hace poco los científicos creían que estas diferencias de sexo en la percepción de los colores eran producto de la cultura: simplemente las mujeres eran “entrenadas” desde pequeñas para distinguir tonalidades por una cosa de estereotipos de género (cómo determinar qué lápiz labial, qué sombra o qué tintura usar).

Sin embargo, un estudio de Israel Abramov del “Brooklyn College”, publicado en 2011 en “Biology of sex differences”, hace replantearse esta idea. Según su investigación, cuando hombres y mujeres se someten a la tarea de nombrar colores que han sido presentados mediante un flash en una pantalla de computador, las últimas superan a los primeros abiertamente. Ello parece deberse al papel que juega la testosterona en el desarrollo embrionario del cerebro, que hace que los hombres sean menos “ascurridos” para captar que ese “verde” de la blusa que se está probando su polola o esposa, es en realidad un turquesa.

 

Publicado originalmente en LUN Reportajes, 2012-10-14: Página 1, Página 2.