Tengo una teoría sobre la música actual que le cuento a cualquier persona que quiera prestarme oreja. Es bien sencilla: el mainstream no murió producto del MP3, se infantilizó.
En 1986 o 1987 cualquier adolescente de 16, 18 o 20 años estaba expuesto en las radios FM a un setlist que venía preparado desde el corazón mismo de la industria. Como ya mencionamos en su momento, las parrillas de las emisoras se ceñían con precisión a las listas del Billboard y a los lanzamientos de LPs de las compañías discográficas mayores. Pero, en algún momento, el adolescente despertaba y escapaba a otros espectros sonoros, a menudo en el curso de su cuarto medio o en el primer año de universidad. Ahí estaban para ayudarlo programas underground como “Música Marginal” o “Al Margen”, los carretes en las facultades universitarias como Arquitectura o Ingeniería, y los cassettes grabados en alguna de las tiendas orientadas a la música menos mainstream que quedaban en los subterráneos de Lyon con Provi o en los alrededores de Los Héroes en la Alameda.
Venían al salvataje el metal, o el New Wave, o incluso la World Music o el New Age y el ya ex adolescente dejaba para siempre de escuchar la “Radio Concert”, para explorar el ancho mundo de la música más allá de la oferta comercial.
Este patrón se acentuó con el curso de las décadas y el triunfo de la industria independiente, marcado a fuego por Nirvana, simplemente hirió de muerte a la industria potenciado por el MP3 y por -finalmente- la llegada de lo que Simon Reynolds ha denominado la “Re-Década” -los dosmiles- que vivieron un revival masivo de toda la historia de la música popular.
La debacle de la industria ha sido fuertemente documentada por el brillante artículo de Wired, “The Rise and Fall of the Hit”, que sostenía en 2006 que:
“Nunca ha habido un mejor momento para ser un artista o un fan, y nunca se ha producido o escuchado más música. Sin embargo, el modelo tradicional de comercialización y venta de música ya no funciona”.
La caída sostenida de ventas de discos (y su contraparte, el ascenso del recital como *el* espacio para la “experiencia de la música”), sin embargo, se acaba de detener. La RIAA está sacando cuentas alegres de un repunte en la venta de discos que viene a quebrar la debacle al menos por un instante. Hay muchas razones posibles, pero la que más me gusta imaginar es el origen de este posteo: la infantilización del consumo.
Un paper publicado por Tyler Bickford en el último volumen de este año 2012 del journal Popular Music -Cambridge- (“The new ‘tween’ music industry: The Disney Channel, Kidz Bop and an emerging childhood counterpublic”), se adentra en el fenómeno de audiencia que denomina “tween” (un singular juego de palabras entre “between” -entre medio- y “teen” –adolescente, aunque habría que agregar que se añade también la idea de “twee” -la manera como los niños pequeños dicen “sweet” en inglés). Según el autor, lo que ha ocurrido es que el mainstream ha encontrado un espacio de consumo musical menos proclive a irse al lado oscuro de la fuerza (la “cola larga” o el indie), dado que:
“en el período 2005-2009, cuando surgió la industria de la música ‘tween‘ en los EE.UU. como una importante fuerza económica y cultural (…) los géneros dominantes y folk en la música para niños fueron reemplazados por una explosión de la música pop orientada a los pequeños. Para el año 2005, la música pop para niños se había convertido en un área importante de crecimiento en una industria de la música por lo demás en problemas, y marcas como Kidz Bop, las películas de High School Musical, y los shows todavía prominentes de Hannah Montana / Miley Cyrus, Jonas Brothers y Justin Bieber encabezaban las listas de ventas y lograban diversos hits en el mainstream y -aunque de manera incierta- alcanzaban la prominencia en la industria musical”.
Los “tween”, siguiendo la definición del investigador, corresponden a los niños y preadolescentes de entre 9 y 12 años (o, de manera gruesa, entre 4 y 15) que han logrado convertirse desde los noventas en un segmento con mayor poder adquisitivo que en décadas pasadas. Del mismo modo, Bickford cita a Montgomery (2007) que elaboró el mantra “children growing older younger” (“los niños están creciendo más temprano”). Cuando estas tendencias se juntan, tenemos como resultado un consumidor que, de alguna manera, no tiene mucha escapatoria etaria a lo que le ofrece la Radio Disney o la música que escucha en el colegio, o la que ve en los canales del cable. El sueño de todo marketinero: un público cautivo.
La contraparte de lo anterior, empero, es todavía más interesante: la industria mainstream simplemente abandonó los restantes segmentos. Parece, como bien detalla Bickford, que todos los esfuerzos de la sección producción se han volcado sobre los -ahora- únicos clientes fieles. Eso ha hecho, al mismo tiempo que la elaboración de productos musicales orientados a los tween (“tween oriented music”) se profesionalice incrementalmente.
El resultado final es una situación que no se había vivido antes en la historia de la creación y audición mundiales: un sistema que en sus líneas de fuerza dominantes ha rendido sus esfuerzos por llegar a todas y todos, para quedarse con un nicho más pequeño y fácilmente mantenible de auditores. Mientras tanto, cada vez que un tween supera esa edad, huye de diversas (y en una diversidad en aumento) maneras de Miley, Justin o los Jonas, en busca de otros horizontes y otras experiencias.